Cuando
se hace un chiste a base de una persona, se somete a ésta
a cierta humillación, porque el que cae de un nivel alto
a otro bajo hace el ridículo, es decir: provoca
la risa. Esta sensación humillante se acrecienta sobremanera
cuando al ridículo se une la burla y la mofa.
Es, por el contrario, atenuada si el que cuenta el chiste adopta
una actitud de humor. El auténtico humor no es
cáustico, no intenta zaherir y dañar, sino mostrar
los fallos con indulgencia, por la secreta esperanza de que
pueden ser superados.
Esta
interpretación de la comicidad permite elaborar una Etica
de lo cómico, urgente en esta era de los medios de
comunicación. No es infrecuente que se dañe irreversiblemente
el prestigio y la buena imagen de una persona con chistes malintencionados.
Cuando el agraviado protesta, se intenta reducirlo a silencio
achacándole que «no tiene sentido del humor».
Pero la Estética nos enseña que no se trata en
ese caso de «humor» sino de comicidad caricaturesca,
que deforma algunos rasgos de una persona para reducirla al
ridículo. El auténtico humor se halla en un nivel
distinto y superior al de la sátira implacable y la caricatura
malévola.
 
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