Nuestra
vida entera se enriquece y transfigura cuando aprendemos a ver
cómo se entretejen los ámbitos y dan lugar a ámbitos
de mayor envergadura. Ese entretejimiento o entreveramiento
es más fecundo a medida que los ámbitos tienen
un modo de ser más cualificado. Un poema -obra que podemos
asumir como algo propio- supera en rango al libro concreto en
que lo hemos leído. La obra musical supera, asimismo,
a la partitura que la expresa.
El ser humano se halla en un nivel superior al poema y a la
obra musical en cuanto a poder de iniciativa. El poema tiene
cierto poder de iniciativa en cuanto me marca a mí, como
declamador, las pautas de mi actividad, delimita el tema, decide
la forma de expresarlo... Me indica, incluso, cuándo
yerro en mi interpretación y cuándo acierto. Pero
más iniciativa tuvieron los autores de la obra musical
y del poema, pues ellos se decidieron a crearlos, para darles
forma, adoptaron un estilo determinado, realizaron el esfuerzo
de configurar mil y un elementos.
Esta capacidad de iniciativa se manifiesta de modo todavía
más poderoso en la vida de interrelación personal.
Como músico, puedo unirme íntimamente a una obra
musical y llegar a tener una relación más estrecha
con un compositor alejado de mí en espacio y tiempo que
con el ayudante que me pasa las hojas de la partitura si no
me une a él ningún lazo de amistad. Pero esta
persona es capaz de dirigirse a mi, iniciar una relación
de trato, crear conmigo vínculos de amistad, que pueden
llegar a ser íntimos. La intimidad con una obra artística
supone una forma de unión que nos enriquece y gratifica
sobremanera. La intimidad con una persona es mucho más
difícil de lograr y mantener precisamente porque las
personas tienen un poder mayor de iniciativa, ese poder que
denominamos libertad. El encuentro interhumano es arriesgado,
mas no por ello menos valioso que las formas de relación
seguras, como son las artísticas; más bien al
contrario.
Con el fin de adivinar la riqueza que puede adquirir nuestra
vida cuando nos consagramos a crear relaciones con distintos
ámbitos y fundar de ese modo ámbitos nuevos, hagamos
varias experiencias. Son de diversos tipos, para que cada cursillista
escoja las que le resulten más familiares. Conviene destacar
los diferentes modos de unidad que crea en ellas el hombre con
las realidades del entorno.
1º)
El entreveramiento del conductor y el coche
Un coche es, en principio, un conjunto de piezas ensambladas.
Cada una es un objeto; puede ser medida, pesada, manejada...
Pero el coche, como instrumento para rodar, supera la
condición de objeto. Es una realidad que ofrece posibilidades
para viajar. La relación con el coche como objeto
se funda al momento: basta tocarle, o meterse en él,
para crear ese tipo de relación elemental. En cambio,
la relación con el coche como instrumento que debe
ser manejado requiere un aprendizaje. El conductor
principiante se sienta ante los mandos y los toma como objetos
a manejar. Se ve ante ellos casi como un intruso, y se mueve
con premiosidad al manejarlos. Los considera como algo externo
y ajeno, y lo piensa bien antes de realizar cualquier
gesto de mando. Una vez que adquiere práctica, advierte
que el coche y él están llamados a unirse y potenciar
sus posibilidades. Toma las medidas a los mandos, los siente
como prolongación de su brazo, se mueve entre ellos con
espontaneidad y libertad. Él y el coche forman un campo
operativo, y en ese campo se superan las divisiones entre
el aquí y el allí. El conductor
no está aquí y los mandos ahí,
frente a él. Todos están constituyendo un
campo de acción, un ámbito, en el
que no existe lo mío y lo tuyo. El coche ofrece al conductor
sus posibilidades de rodar. El conductor ofrece al coche sus
posibilidades de pilotar. Este ofrecimiento mutuo de posibilidades
supone un entreveramiento creador : un modo fecundo
de unidad. El coche es asumido activamente por el conductor;
el conductor se siente ensamblado con el coche. No está
sencillamente dentro de él; se halla acoplado
operativamente a él.
De manera expresiva, los motoristas llaman «paquete»
al acompañante que llevan a la espalda. Pero ellos, como
pilotos, están lejos de considerarse como un objeto
puesto sobre la moto. Se hallan en relación de
interacción con ella, formando un solo ámbito,
del cual la moto y el piloto constituyen dos polos complementarios.
Cuando se da tal forma de unión, surge una tercera realidad:
la moto en acto de ser conducida; el conductor en acto de
conducir la moto.
Esta forma elevada de unidad funcional es un entreveramiento
de dos ámbitos, dos fuentes de iniciativa, y esa unión
da lugar a una forma nueva de realidad. En ésta
cobran pleno sentido las realidades que le dan origen.
2º)
El entreveramiento del piloto y el avión
A. de
Saint-Exupéry, piloto de profesión que perdió
la vida en una misión de guerra, describe de forma
inigualable el modo intenso y fecundo de unidad que se establece
entre el piloto y el avión. En el texto siguiente se
advierte que el autor no consideraba su avión -un aparato
militar de los años 40- como un objeto, sino
como un centro de iniciativa, un ámbito:
A.
de Saint-Exupéry
Alghero, 1944
«Todo
este lío de tubos y cables se ha convertido en una
red de circulación. Yo soy un organismo extendido en
el avión. El avión produce mi bienestar cuando
giro un botón que calienta progresivamente mis ropas
y mi oxígeno (...). Y es el avión quien me alimenta.
Antes del vuelo, todo esto me resultaba inhumano. Pero ahora,
amamantado por el avión mismo, experimento por él
una especie de ternura filial»7.
En otro pasaje, «Saint-Ex» -como le llamaban sus compañeros-
describe la unidad operativa que se funda entre el piloto
y el avión, en este caso un hidroavión:
«Con
el agua y con el aire entra en contacto el piloto que despega.
Cuando los motores están embalados, cuando el aparato
hiende ya el mar contra un duro chapoteo, el casco suena como
un gong y el hombre puede seguir este trabajo en el estremecimiento
de su cuerpo. Siente cómo el hidroavión se carga
de poder, segundo a segundo, a medida que gana velocidad.
Siente cómo se prepara en esas quince toneladas de
materia la madurez que permite el vuelo. El piloto cierra
las manos sobre los mandos, y poco a poco en sus palmas huecas
recibe este poder como un don. Los órganos de metal
de los mandos, a medida que se les concede este don, se convierten
en mensajeros de su potencia. Cuando ésta se halla
madura, con un movimiento más simple que el de agarrar
algo, el piloto separa el avión de las aguas y lo instala
en los aires»8.
3º)
El entreveramiento de unos ámbitos expresivos con otros
La riqueza multicolor del arte, con su acervo de posibilidades
inagotables, arranca de la capacidad de entreverarse que tienen
los diferentes recursos artísticos, vistos como ámbitos.
Un tema musical no se reduce a un puñado de sonidos;
es un germen expresivo lleno de potencialidad creativa.
Toda la Appassionata de Beethoven, una sonata tan amplia
como profunda, surge de un tema de tres notas: do, la b,
fa. Su fecundidad se alía y potencia con la de otros
temas y da lugar a un espléndido edificio sonoro, lleno
de dramatismo. Este edificio es un campo de juego, un lugar
de interacción de diversos ámbitos. Si los temas
musicales no fueran ámbitos y no pudieran vincularse
estrechamente entre sí, e incrementar su expresividad
al contraponerse y complementarse, tendríamos células
expresivas aisladas, pero no un
cuerpo expresivo.
Cada
timbre sonoro -por ejemplo, la flauta o el fagot- juega el papel
de un campo expresivo. Por eso puede entreverarse con
otros y formar un conjunto unitario, que es un encuentro
artístico. Estos conjuntos expresivos, al entretejerse
con otros, dan lugar a ámbitos expresivos de mayor
envergadura, que constituyen verdaderos prodigios de técnica
y de belleza. Recordemos los grandes motetes a dos coros
de los hermanos Gabrielli y de J. S. Bach, así como las
diversas formas de concierto.
Resulta
admirable observar cómo ensamblan los grandes solistas
el sonido de su instrumento con el de la orquesta que los acompaña.
Ese ensamblamiento tan bello es posible porque se trata de dos
ámbitos expresivos, y todo ámbito lleva en sí
la querencia a ampliar su radio de acción vinculándose
a otros ámbitos, a fin de potenciar mutuamente sus posibilidades.
También en la pintura, escultura y arquitectura las diferentes
partes de las obras guardan proporción entre sí
y contrastan y complementan sus ámbitos expresivos para
generar belleza. Los artistas y arquitectos griegos descubrieron
que, si se divide una superficie en dos partes, una de las cuales
ocupe el 0,382 del conjunto y la otra el 0,618 -o bien, el 0,528
y el 0,472-, se logra un efecto de gran equilibrio y belleza.
Así, la Venus de Milo
Venus
de Milo
(Gentileza del Museo del Louvre)
fué
concebida conforme a estas relaciones, conocidas como «número
de oro» o «sección
áurea» * y "función de la sección
áurea". Puede observarse con claridad en la figura
siguiente:
4º)
La condición «ambital» de las obras artísticas
nos permite entreverarlas entre sí
Contemplemos
la obra escultórica del gran Rodin titulada por él
mismo "La catedral".
La
Catedral,
Auguste Rodin
(S.1001.
Materia: piedra. Paris, Museo Rodin
Fotógrafos: Eric y Petra Hesmerg)
Se
trata de dos manos derechas, pertenecientes a dos personas de
distinto sexo. Se hallan a punto de entrelazarse y formar un
espacio físico de unión y un espacio
lúdico de amparo. Todo lo que implica el encuentro
humano vibra luminosamente en estas dos manos broncíneas
que perpetúan el gesto de acercarse con voluntad de comunicación
y entreveramiento. Confrontemos este tipo de acercamiento con
el que tiene lugar en la bóveda de una catedral gótica
que está a punto de concluirse.
Diversas
columnas se alzan desde lugares diferentes, ascienden a lo alto,
siguiendo cada una su camino propio. Al ganar cierta altura,
se bifurcan, se entretejen en la bóveda y forman una
trama de nervaduras. Éstas contrarrestan las cargas del
techo y las orientan hacia las columnas y los arbotantes, que
ofrecen su colaboración desde el exterior. Al realizar
esa función ineludible para el sostenimiento del edificio,
estos elementos -columnas, nervaduras, bóveda...- fundan
un espacio físico unitario, acogedor y bello.
Al reunirse en este espacio, con voluntad de crear vida comunitaria,
los creyentes transforman el espacio físico en
un espacio lúdico, un campo de encuentro religioso,
un ámbito. El creyente que vive empapado del ideal
religioso capta al mismo tiempo estos dos sentidos del espacio
-el físico y el lúdico- porque vive simbólicamente*,
es decir, experimenta en su propio ser el entreveramiento
de la realidad natural y la sobrenatural.
El ámbito creado por el entrelazamiento de los elementos
materiales y transfigurado por la luz solar que tamizan las
vidrieras es visto como una plasmación sensible del ámbito
espiritual que se constituye al unirse en la iglesia los
fieles bajo el impulso del mismo Espíritu. La armonía
arquitectónica se convierte en imagen de un encuentro
espiritual desbordante de sentido y de belleza9...
El encuentro es la clave de bóveda que sostiene
-según la Biología actual más cualificada-
la estructura de la vida del hombre, visto como un ser comunitario10.
La clave de bóveda es un punto de confluencia en
el que vibra la tensión de cada elemento hacia la unidad.
Catedral
de León. Bóveda
Visto
desde ese lugar crucial, cada elemento del conjunto es un
nudo de relaciones. Esta es justamente la idea que se tiene
de cada ser humano cuando se lo ve a la luz del ideal de
la unidad. Nuestra realidad personal adquiere todo su alcance
y su pleno sentido cuando se halla ensamblada debidamente en
la trama de encuentros a que está destinada por naturaleza.
Esa trama teje nuestra auténtica «morada».
«Los
pueblos -escribe Michel Quesnel- no tienen otra morada
que las moradas espirituales, y ya Piloto de guerra
proponía a los franceses acoger la catedral cristiana.
Antes de construirla en el corazón de los hombres y
para que se despliegue en toda su extensión interior,
Saint-Exupéry va a edificar su ciudadela en el espacio
concreto de su libro. ´Las palabras son también
moradas´, dice admirablemente Kayrol. Ciudadela
es ante todo una casa de palabras»11.
Volvamos
a la obra de Rodin.
La
Catedral,
Auguste Rodin
(S.1001.
Materia: piedra. Paris, Museo Rodin
Fotógrafos: Eric y Petra Hesmerg)
Dos
manos que se hallan cercanas y dirigidas hacia lo alto pueden
presentar diversos sentidos. En una escultura denominada «La
catedral» van, obviamente, buscando la clave de bóveda
del edificio que llamamos hogar. Una catedral supone
el lugar por excelencia del encuentro espiritual de los creyentes.
Considerar como una catedral la unión de un hombre y
una mujer, simbolizados por su mano derecha, significa concebir
el amor conyugal como un ámbito de encuentro tan profundo
que es afín al ámbito sagrado del encuentro de
los creyentes con Dios.
Esta obra de Rodin es simbólica porque plasma un ámbito
de encuentro y remite al ideal supremo de la vida humana
que es fundar los modos más elevados de unidad con las
realidades del entorno. Esta hondura de sentido le viene dada
a la obra por entreverar dos ámbitos de realidad distintos
y complementarios: la familia y el templo cristiano.
La vinculación activa de ámbitos constituye una
forma de orden. El orden -y, derivadamente, la armonía-
fue considerado desde los griegos como fuente de luz
y de belleza. La belleza y la luz del sentido brotan, como
una llamarada, cuando dos o más ámbitos se entrelazan,
no cuando dos o más objetos se yuxtaponen. Se comprende
que la sencilla obra de Rodin siga irradiando belleza y luz
sobre todo contemplador sensible que sepa captar los diversos
planos de realidad que integran las creaciones artísticas
y les dan relieve.
7
Cf. Pilote de guerre, Gallimard, París 1942, págs.
36-37; Piloto de guerra, Ed. Sudamericana, Buenos Aires
1958, págs. 39-40.
8
Cf. Terre des hommes (Tierra de hombres), Gallimard,
París, 1939, p. 69.
9
Siempre la unidad, el orden y la armonía
van hermanados con el surgir de la belleza, que los antiguos
definían sabiamente como «el esplendor del orden,
de la forma, de la realidad».
10
Sobre el hombre como «ser de encuentro», cf. J. Rof
Carballo: El hombre como encuentro, Alfaguara, Madrid
1973; M. Cabada Castro: La vigencia del amor. Afectividad,
hominización, religiosidad, San Pablo, Madrid 1994.
11
Cf. Saint-Exupéry ou la vérité de la
poésie, Plon, París 1965, p. 161. Obviamente,
los títulos subrayados se refieren a las ya citadas obras
de Saint-Exupéry.
 
|