Programa de Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación
(P.N.T.I.C.)
 

Unidad 4ª: El encuentro y el descubrimiento de los valores

3. A mayor personalidad de quienes se unen, más valioso es el encuentro.

Las personas son los seres que integran en sí modos de realidad más distintos: el modo de realidad material-corpóreo y el psíquico-espiritual. En virtud de esta doble condición corpóreo-espiritual, el ser humano es sumamente expresivo: goza de intimidad y puede revelarla u ocultarla. Sabe que tiene un «dentro», un lugar reservado donde se siente independiente, libre, autónomo, absoluto*. Una persona tiene el poder de tomar distancia frente a cuanto la rodea, verlo todo desde su yo.

Esto significa aquí ser «ab-soluto»: poder desligarse de todo, en el sentido de ver cada realidad desde el propio yo, a cierta distancia. Cada persona, en virtud de ese poder de actuar desde su «interioridad», se siente totalmente diversa de los seres no personales y distinta de las otras personas.

Cada persona tiene un carácter propio; es irreductible a otras; es insustituible e incanjeable. Y, precisamente por ello, los seres personales pueden unirse entre sí de manera muy superior a como se une el vegetal con la tierra en que hunde sus raíces y el animal con las realidades que componen su «medio». Las personas son capaces de unirse entre sí con un tipo de unión muy valioso, altamente creativo, porque todas las características que hemos dicho -tener intimidad e independencia, ser incanjeable, etc- son propias de un ámbito de rango superior. Las personas constituyen una fuente de iniciativa especialmente poderosa, son responsables de lo que hacen y de su destino, pueden asumir como propio el papel que desempeñan en la vida.

El que se hace cargo de esto no caerá en la tentación de anular la personalidad del ser amado para garantizar la unidad con él. La única forma de unidad auténtica entre personas debe conseguirse mediante la creación de un campo de juego común por parte de ambas. Y esa tarea exige cierta dosis de creatividad.

Castel, el protagonista de El túnel, de Ernesto Sábato, se interesa apasionadamente por María, pero no la ama propiamente; sólo desea poseerla.

 

Ernesto Sábato, n. 1911

El afán de posesión se mueve en el nivel de la manipulación de objetos, no en el de la creatividad. Y el amor verdadero no se hace ni se posee; se crea, porque es una relación profunda de amistad. Cuando comentaban una aventura erótica con una dama, los galanes del teatro español del Siglo de Oro solían decir: «¡La poseí!». La utilización de este verbo delata el nivel objetivista en que situaban el amor.

Por ese afán dominador, Castel desea conocer a María a fin de calcular todos sus actos y prever sus reacciones. Tal deseo posesivo le lleva a someterla a duros interrogatorios. Para no dejarse poseer, María se repliega sobre sí, y provoca la irritación de Castel. Este intenta incrementar su poder sobre ella a través de las relaciones sexuales, pero esta forma de unión lo deja «más desesperadamente solo que antes»10. Tal soledad indica que no ha creado una relación verdadera de encuentro.

El afán de dominio insaciado lanza a Castel por el tobogán del vértigo, proceso espiritual que conduce a la tristeza, la angustia, la desesperación y la destrucción. Para hacer un acto definitivo de dominio sobre María, Castel acude a su casa y la mata, al tiempo que le dice: «Tengo que matarte, María. Me has dejado solo»11. En realidad, María no dejó solo a Castel. Este vivía ya de por sí en la situación de absoluta soledad a que aboca el proceso de vértigo, vértigo -en su caso- de dominio:

«Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡Tal como había intuido! Me dominaba a la vez un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado»12.

10 Cf. O. cit., Cátedra, Madrid 1982, p. 108.

11 Cf. O. cit, p. 163.

12 Cf. O. cit., p. 157. Sobre el proceso de vértigo, véase mi obra Vértigo y éxtasis, PPC, Madrid 1992, 2ª ed.


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