Las
personas son los seres que integran en sí modos de realidad
más distintos: el modo de realidad material-corpóreo
y el psíquico-espiritual. En virtud de esta doble
condición corpóreo-espiritual, el ser humano es
sumamente expresivo: goza de intimidad y puede revelarla
u ocultarla. Sabe que tiene un «dentro», un lugar
reservado donde se siente independiente, libre, autónomo,
absoluto*. Una persona tiene el poder de tomar
distancia frente a cuanto la rodea, verlo todo desde su
yo.
Esto
significa aquí ser «ab-soluto»: poder desligarse
de todo, en el sentido de ver cada realidad desde el propio
yo, a cierta distancia. Cada persona, en virtud de ese poder
de actuar desde su «interioridad», se siente totalmente
diversa de los seres no personales y distinta de
las otras personas.
Cada
persona tiene un carácter propio; es irreductible a otras;
es insustituible e incanjeable. Y, precisamente por ello, los
seres personales pueden unirse entre sí de manera muy
superior a como se une el vegetal con la tierra en que hunde
sus raíces y el animal con las realidades que componen
su «medio». Las personas son capaces de unirse entre
sí con un tipo de unión muy valioso, altamente
creativo, porque todas las características que hemos
dicho -tener intimidad e independencia, ser incanjeable, etc-
son propias de un ámbito de rango superior. Las
personas constituyen una fuente de iniciativa especialmente
poderosa, son responsables de lo que hacen y de su destino,
pueden asumir como propio el papel que desempeñan en
la vida.
El que se hace cargo de esto no caerá en la tentación
de anular la personalidad del ser amado para garantizar la unidad
con él. La única forma de unidad auténtica
entre personas debe conseguirse mediante la creación
de un campo de juego común por parte de ambas.
Y esa tarea exige cierta dosis de creatividad.
Castel, el protagonista de El túnel, de Ernesto
Sábato, se interesa apasionadamente por María,
pero no la ama propiamente; sólo desea poseerla.
Ernesto
Sábato, n. 1911
El
afán de posesión se mueve en el nivel de la manipulación
de objetos, no en el de la creatividad. Y el amor verdadero
no se hace ni se posee; se crea, porque
es una relación profunda de amistad. Cuando comentaban
una aventura erótica con una dama, los galanes del teatro
español del Siglo de Oro solían decir: «¡La
poseí!». La utilización de este verbo
delata el nivel objetivista en que situaban el amor.
Por ese afán dominador, Castel desea conocer a María
a fin de calcular todos sus actos y prever sus reacciones. Tal
deseo posesivo le lleva a someterla a duros interrogatorios.
Para no dejarse poseer, María se repliega sobre sí,
y provoca la irritación de Castel. Este intenta incrementar
su poder sobre ella a través de las relaciones sexuales,
pero esta forma de unión lo deja «más desesperadamente
solo que antes»10.
Tal soledad indica que no ha creado una relación verdadera
de encuentro.
El afán de dominio insaciado lanza a Castel por el tobogán
del vértigo, proceso espiritual que conduce a la tristeza,
la angustia, la desesperación y la destrucción.
Para hacer un acto definitivo de dominio sobre María,
Castel acude a su casa y la mata, al tiempo que le dice: «Tengo
que matarte, María. Me has dejado solo»11.
En realidad, María no dejó solo a Castel. Este
vivía ya de por sí en la situación de absoluta
soledad a que aboca el proceso de vértigo, vértigo
-en su caso- de dominio:
«Una
amargura triunfante me poseía ahora como un demonio.
¡Tal como había intuido! Me dominaba a la vez
un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo:
el orgullo de no haberme equivocado»12.
10
Cf. O. cit., Cátedra, Madrid 1982, p. 108.
11
Cf. O. cit, p. 163.
12
Cf. O. cit., p. 157. Sobre el proceso de vértigo,
véase mi obra Vértigo y éxtasis,
PPC, Madrid 1992, 2ª ed.
|