A
medida que descubrimos en la experiencia diaria los frutos del
encuentro, nos percatamos de que el valor de la vida en unidad
es primordial y decisivo; se halla en el origen de nuestra
existencia y en su plenitud, ya que venimos del encuentro y
nos sentimos llamados al encuentro. El encuentro, rectamente
entendido y vivido, nos da luz, sentido, energía, madurez.
Cuando hay encuentro, todo cobra valor y se transfigura. Al
darnos cuenta de que fundar los modos más altos de
unidad constituye el valor supremo, el que inspira e impulsa
a todos los demás y los sostiene como una clave de bóveda,
advertimos que crear encuentros supone en nuestra vida una
meta, un ideal.
El
ideal no es una mera idea; es una idea motriz que nos
impulsa a vivir con hondura y autenticidad. Este impulso procede
del alto valor que encarna y expresa tal idea.
Debido
a ello, un
ideal nuevo inspira una vida nueva:
- Si adoptamos
el ideal del egoísmo y dirigimos nuestras potencias
y posibilidades a la satisfacción de nuestros intereses
particulares, quedamos atrapados en la rueda dentada del vértigo*,
que nos conduce a la destrucción de forma casi
inexorable. Los seres humanos no perdemos nunca del todo
la libertad y la capacidad de cambiar de orientación.
Pero esta capacidad y esa libertad disminuyen a medida que
caemos más hondo en el vértigo.
- En
cambio, si consagramos nuestra existencia al bien de los demás,
a fundar modos auténticos de vida comunitaria, abierta
y comprometida, nos encaminamos por la vía del encuentro,
que nos desarrolla al máximo1.
Tal vez el lector me pregunte por qué el ideal de la
unidad y la solidaridad es el ideal ajustado al ser
del hombre. Acierta al preocuparse por esta cuestión,
pues la elección del ideal determina la orientación
de nuestra vida y no podemos realizarla de modo arbitrario.
Si yo propusiera el ideal de la unidad y solidaridad sólamente
porque responde a mi inclinación personal, ese ideal
no sería vinculante para los demás. Afortunadamente,
no es así.
Concedo primacía a dicho ideal por estar convencido de
que responde al ser mismo del hombre, que es -según
la investigación actual más cualificada- «un
ser de encuentro»2.
El encuentro constituye una forma muy alta de unidad. Para crear
formas elevadas de unidad, debemos entrar en relación
con otras realidades, recibir las posibilidades que ellas nos
ofrecen y ofrecerles las nuestras. El hombre vive como persona,
se desarrolla y perfecciona como tal al entretejer su ámbito
de vida con el de otras personas.
Esta condición básica de nuestra realidad personal
la rechazamos cuando somos egoístas y nos clausuramos
en nuestra soledad. Al hacerlo, actuamos contra nuestro verdadero
ser y lo falseamos, pues «los hombres no son islas»,
como bien indicó el poeta inglés John Donne. El
que se empeña
en serlo y se aísla hoscamente se lanza por la vía
del vértigo y se entrega a una forma de soledad asfixiante,
destructiva. A la inversa, el que se abre a los demás
generosamente se adentra por la vía del encuentro, que
lo lleva a plenitud. Podemos decir con toda razón que
el hombre no tiene un solo centro, como la circunferencia, sino
dos, como la elipse: el yo y el tú. Por eso afirma
M. Buber que «la vida del hombre es encuentro»3.
Vemos ahora con claridad que el ideal del aislamiento egoísta
bloquea al hombre y lo destruye. Por el contrario, el
ideal de la entrega oblativa lo eleva a su cota más alta
de perfección. He aquí cómo el cambio
de ideal lo transforma todo. ¿De qué modo
se realiza esta transformación? ¿Qué
aspectos de la vida del hombre se alteran cuando éste
cambia el ideal?
1
Estos modos de experiencia son analizados ampliamente en mi
obra Vértigo y éxtasis. Bases para una vida
creativa, PPC, Madrid 1992, 2ª ed.
2
De la numerosa bibliografía al respecto, cito sólamente
dos libros muy accesibles al lector hispano: J. Rof Carballo:
El hombre como encuentro, Alfaguara, Madrid 1973; M.
Cabada Castro: La vigencia del amor, San Pablo, Madrid
1994.
3
Cf. Yo y tú, Caparrós, Madrid 1993, p.
8; Ich und du, en Die Schriften über das dialogische
Prinzip, L. Schneider, Heidelberg 1954, p. 8.
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