Programa de Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación
(P.N.T.I.C.)
 

Unidad 5ª: El encuentro y el descubrimiento del ideal
2. Consecuencias de la adopción del ideal de la unidad

1ª) Cambia nuestra actitud ante las realidades del entorno

Si mi meta en la vida no es poseerte sino crear unidad contigo, rehuiré dominarte, porque la voluntad de dominio nos sitúa en el plano del manejo de objetos, no en el de la creación de relaciones reversibles. Tenderé, más bien, a respetarte, a colaborar contigo, a entreverar mi ámbito de vida con el tuyo y crear campos de juego fecundos. Esa actitud me dispondrá para responder agradecido a la llamada de los valores que me ofreces. La inclinación a dar una respuesta positiva me torna responsable. Cerrar mis oídos a esa llamada sería por mi parte una irresponsabilidad.

La responsabilidad, así entendida, implica una disposición al sacrificio, porque lo valioso sólo puede ser asumido por quien cumple determinadas exigencias, que en el fondo suponen una actitud de generosidad. Desde hace tiempo se interpreta a menudo el sacrificio como una represión y una amputación del verdadero ser del hombre. Es éste un error que puede destruir de raíz nuestra vida personal, que es vida creativa. Debemos, por ello, apresurarnos a subrayar que todo sacrificio, cuando es juicioso, implica una jerarquización de dos o más valores. No supone, en consecuencia, una pérdida, sino el ascenso a un nivel superior de realización. Saber distinguir lúcidamente los diversos valores y conceder la primacía a los más elevados constituye el núcleo de la virtud humana del discernimiento.

2ª) Se gana dinamismo y poder de iniciativa

Al acoger la llamada de los valores más altos, coronados por el valor de la unidad, adopto una actitud responsable. Este cambio de conducta me hace pasar de una posición indolente, pasiva, incomprometida, a otra activa, emprendedora, desbordante de iniciativas, porque, al tornarme respetuoso y disponible para lo valioso, puedo encontrarme con cuanto encierra valor: personas, comunidades, lenguaje, instituciones, obras culturales, paisaje, el Ser Supremo... Mi vida, con ello, se dinamiza, adquiere vigor, ya que el encuentro es fuente de energía, decisión, sentido, luz y belleza.

Nuestra voluntad aislada tiene una fuerza muy escasa. Unida a un ideal elevado, gana una energía indomable. Todo el que ha puesto alguna vez su vida al servicio de un ideal valioso sabe qué torrentes de entusiasmo brotan de esa actitud de entrega.

3ª) Se aprende a jerarquizar los valores

Al orientar la vida hacia un ideal elevado, aprendo a verlo todo con perspectiva, a la debida distancia, sin enquistarme en cada pormenor. Esa distancia de perspectiva me permite descubrir el sentido y el valor de cada actitud, cada opción, cada actividad. Las actividades, opciones y actitudes presentan valor y sentido cuando me acercan al ideal. Su sentido y valor será tanto más alto cuanto más me permitan alcanzar la meta de mi existencia.

El descubrimiento de esta vinculación del ideal con el valor y el sentido nos ofrece un criterio certero para ordenar nuestra escala de valores. Si queremos ser auténticos y realizar plenamente nuestra existencia, debemos jerarquizar los valores. Hemos de reconocer, por ejemplo, que lo agradable es un valor, pero no el más alto; para tener pleno sentido, ha de estar integrado en el proceso de realización personal, cuya meta es la creación de modos elevados de unidad.

4ª) Se alcanza el grado más alto de libertad: la «libertad creativa»

Nuestra primera forma de libertad viene dada por la capacidad de ejercitar sin traba alguna nuestras potencias: andar, ver, oír, hablar, relacionarnos... Pero el ejercicio de las potencias no es fecundo para el hombre si éste no cuenta con posibilidades. Leonardo da Vinci tuvo potencias extraordinarias, pero no pudo satisfacer su ansia de volar, porque su sociedad carecía de posibilidades para ello.

La falta de posibilidades supone para el hombre una merma de libertad. Por eso, pasar de la penuria económica a la holgura supone una liberación. Yerma, la protagonista del drama homónimo de Federico García Lorca, no carecía de nada a no ser de la posibilidad de relacionarse con el entorno, y se sintió asfixiada espiritualmente, es decir: carente de libertad. De ahí se derivó la tragedia: acabó asfixiando biológicamente a Juan, su marido, a fin de mostrar en una imagen que la vida sin libertad es una falsa apariencia, una farsa.

Para sentirse libre, debe uno contar con posibilidades diversas entre las cuales elegir. Por eso en la niñez y la juventud se considera muy libre el que dispone de numerosas posibilidades y puede elegir las que desea. Esta capacidad ilimitada de elección podemos denominarla libertad de maniobra. El gobernante o el legislador que ofrece este tipo de libertad a los ciudadanos es considerado a menudo como un liberador, un promocionador de la libertad. ¿Es ésta una valoración justa?

En ciertos casos no, porque el mero poder elegir entre muchas posibilidades no equivale a ser libre interiormente. Es sólo una condición para ser libre, como lo es el ejercicio expedito de las propias potencias -ver, oír, andar...-. Elegir en cada momento unas posibilidades u otras tiene sentido si tal elección contribuye a nuestro desarrollo como personas. Y, como nosotros nos desarrollamos plenamente cuando nos orientamos hacia nuestro verdadero ideal, elegimos con auténtica libertad interior cuando escogemos una posibilidad entre varias no porque nos agrada más sino porque nos orienta mejor hacia el ideal de nuestra vida. Este modo de libertad exige cierta dosis de desprendimiento, entendido como la capacidad de tomar distancia respecto a las ganancias inmediatas y liberarse del apego a lo fascinante.

Esta actitud desprendida nos permite ver al mismo tiempo una acción concreta y el ideal que la inspira y da sentido. El ideal perseguido imanta toda la vida, la orienta hacia la plenitud, inspira las acciones, hace que se quiera libremente realizar lo que constituye un deber para uno. El que se siente ligado a un ideal libremente acogido sabe ver la obligación como una vinculación fecunda que le conduce a su cabal desarrollo.

Esta elección libre del deber puede hacerse por motivos diversos, y de esta diversidad se derivan los grados distintos de perfección de la libertad:

  • Si elijo lo que debo hacer porque es una obligación que me viene impuesta, no desde fuera sino por mi realidad misma, soy verdaderamente libre, pero en grado elemental.
  • Si asumo tal deber con amor y lo interiorizo, porque veo en él un medio para realizar mi ideal en la vida, mi libertad es más perfecta. Amar un ideal verdadero confiere una gran libertad interior.
  • Cuando ese amor alcanza la cima del entusiasmo, la libertad se hace suprema. Realizo entusiasmado lo que debo realizar. El esfuerzo que tal realización implica queda con ello transfigurado; se hace leve, se inserta en un proceso de elevación a lo mejor de uno mismo; deja de significar una represión para entrañar una sublimación.

5ª) Se aprende a ver las realidades en todo su alcance y amplitud

Hemos visto que el ideal verdadero de mi vida es crear formas elevadas de unidad, es decir, formas de encuentro, y éste sólo es posible entre realidades que tienen cierta riqueza interior y ofrecen al hombre algunas posibilidades para actuar con sentido y eficacia. Si acepto ese ideal porque deseo vivir con plenitud, pondré sumo empeño en no empobrecer las realidades de mi entorno a las que trato.

Pensemos en un trozo de pan.

El pan es producto de un proceso fabril, pero está elaborado con frutos de la tierra, entre ellos el trigo.

 

 

Un grano de trigo no se produce, no se fabrica; surge como fruto de una confluencia armónica de diversos elementos. El campesino recibe de sus mayores el arte de trabajar la tierra y un puñado de semillas. Deposita las semillas confiadamente en la madre tierra, y espera pacientemente a que venga la lluvia, empape la tierra, sirva de vehículo a las sustancias nutritivas, y luego el sol dore la mies. Cuando se da la confluencia benéfica de campesino, semillas y tierra, lluvia y sol, océano que evapora el agua y viento que la arrastra en forma de nube..., un buen día sucede el prodigio de que sobre los campos granen las espigas y madure el trigo. Un sencillo grano de trigo es el fruto de una confluencia, que prefigura el encuentro. Por ello está cargado de simbolismo, es decir, remite a las realidades que han ensamblado sus posibilidades fecundamente y le han dado origen.

Algo análogo puede decirse del vino. Por eso ambos, vino y pan, son tan adecuados para simbolizar la amistad humana en una comida de hermandad.

Zurbarán, San Hugo en el refectorio (detalle)
(Museo de Bellas Artes de Sevilla)

El representante de la familia invita a un amigo a comer en su casa. Toma el pan, lo parte, lo reparte y lo comparte. Y escancia el vino en la copa del huésped. Vino y pan simbolizan la amistad compartida porque ellos son ya, previamente, el fruto de una fecunda interrelación.

Esta manera de ver las realidades como puntos de confluencia de diversos elementos amplía y profundiza nuestra concepción de los seres con los que debemos tejer nuestra vida. Asombra pensar en el horizonte de posibilidades que se abren a nuestro poder creador de relaciones valiosas si acertamos a ver cuanto nos rodea en todo lo que implica y con todas sus vibraciones.

6ª) Se descubre que las personas humanas son un «nudo de relaciones»

Gabriel Marcel confiesa en su Diario metafísico que, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, en la que actuó de intermediario entre los caídos y sus familiares, un soldado se reducía para él a un nombre en una ficha, a la que se agregaba una cruz cuando el soldado fallecía. El contacto con los allegados de los soldados muertos o desaparecidos fué dando vida a esos nombres: al pronunciarlos, suscitaban todo un haz de relaciones. En cada caso, no era un nombre el afectado, era el hijo de estos padres angustiados, el esposo de esta mujer abatida, el padre de estos huérfanos desvalidos.

Merced a este enriquecimiento del lenguaje, la idea que tenía Marcel de cada una de las vidas humanas comprometidas en el horror de la guerra sufrió un cambio radical: cada vida era algo único, insustituible, incanjeable, incomparable. Ninguna madre que perdía a un hijo podía ser consolada con la idea de que le era posible tener más. El hijo perdido faltaría para siempre y no podía ser canjeado por ningún otro.

Este modo de ver las realidades como únicas, fruto de una trama de vínculos que sólo se da una vez en la historia, perfecciona nuestra capacidad de valorar la vida cotidiana y sus acontecimientos en todo su alcance. El que vea en la persona amada algo único para él comprenderá fácilmente lo que afirman los grandes especialistas de la Etica: que «el amor pide eternidad», constancia, fidelidad, pues no tiene sentido prometer amor para un lapso determinado de tiempo. Amar a una persona -indica Gabriel Marcel- es decirle: «¡Tú no morirás nunca!» En virtud de su misma esencia, el amor verdadero pide fidelidad. El amor fiel es amor creativo, amor que crea modos relevantes de unidad. Este tipo de unidad perdura a lo largo del tiempo porque es fuente de nuevos motivos para amarse.

7ª) Se aprecia la vida personal incondicionalmente

En su testamento de Heiligenstadt, escrito en plena juventud cuando creyó morirse, Beethoven confiesa que hubiera puesto fin a su vida innumerables veces, debido a la desgracia de su sordera, si no fuera por su amor al arte musical y a la virtud4. Tanto las virtudes éticas como la creación artística estaban en Beethoven vinculadas a su fe en el hombre y en el Creador de todos los dones. El tenía conciencia de ser un genio, pero su genialidad se la atribuía a la bondad del Creador. Pocos años antes de morir, cuando se hallaba en una situación penosa -sordo y casi ciego, arruinado económicamente e incluso infravalorado en el aspecto artístico-, se retiró a una aldea de la frontera austro-húngara para «rendir un homenaje de agradecimiento y alabanza al Supremo Hacedor». El fruto de este retiro fue una de las cumbres del arte universal: la Misa solemnis.

Esta fortaleza y equilibrio de ánimo tuvieron su origen en el encuentro, en la unidad profunda con lo valioso. «A mí se me ha dado -confesó Beethoven- el don de vivir en un mundo de sobrecogedora belleza, y la tarea de mi vida consiste en transmitir a los hombres un reflejo de tal belleza a través del lenguaje musical». Beethoven buscaba las fuentes de su inspiración en el campo -visto franciscanamente como la huella del Creador- y en el amor incondicional a sus semejantes. Esa doble vinculación -a Dios y a los hombres- se tradujo al final de la Novena Sinfonía en un himno de alegría sin par a la solidaridad de las criaturas entre sí y con el «Padre amoroso que está por encima de la carpa de las nubes».

4 "... Recomendad a vuestros hijos la virtud, sólo ella puede hacer feliz, no el dinero, yo hablo por experiencia; ella fue la que a mi me levantó de la miseria, a ella, además de a mi arte, tengo que agradecerle no haber acabado con mi vida a través del suicidio". En mi obra Vértigo y éxtasis (págs. 389-391) ofrezco la traducción completa del testamento.


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