1ª)
Cambia nuestra actitud ante las realidades del entorno
Si mi meta en la vida no es poseerte sino crear unidad contigo,
rehuiré dominarte, porque la voluntad de dominio nos
sitúa en el plano del manejo de objetos, no en el de
la creación de relaciones reversibles. Tenderé,
más bien, a respetarte, a colaborar contigo, a entreverar
mi ámbito de vida con el tuyo y crear campos de juego
fecundos. Esa actitud me dispondrá para responder
agradecido a la llamada de los valores que me ofreces.
La inclinación a dar una respuesta positiva me torna
responsable. Cerrar mis oídos a esa llamada sería
por mi parte una irresponsabilidad.
La
responsabilidad, así entendida, implica una disposición
al sacrificio, porque lo valioso sólo puede ser
asumido por quien cumple determinadas exigencias, que en el
fondo suponen una actitud de generosidad. Desde hace
tiempo se interpreta a menudo el sacrificio como una represión
y una amputación del verdadero ser del hombre.
Es éste un error que puede destruir de raíz nuestra
vida personal, que es vida creativa. Debemos, por ello, apresurarnos
a subrayar que todo sacrificio, cuando es juicioso, implica
una jerarquización de dos o más valores. No
supone, en consecuencia, una pérdida, sino el ascenso
a un nivel superior de realización. Saber distinguir
lúcidamente los diversos valores y conceder la primacía
a los más elevados constituye el núcleo de la
virtud humana del discernimiento.
2ª)
Se gana dinamismo y poder de iniciativa
Al acoger la llamada de los valores más altos,
coronados por el valor de la unidad, adopto una actitud responsable.
Este cambio de conducta me hace pasar de una posición
indolente, pasiva, incomprometida, a otra activa, emprendedora,
desbordante de iniciativas, porque, al tornarme respetuoso y
disponible para lo valioso, puedo encontrarme con cuanto
encierra valor: personas, comunidades, lenguaje, instituciones,
obras culturales, paisaje, el Ser Supremo... Mi vida, con ello,
se dinamiza, adquiere vigor, ya que el encuentro es fuente de
energía, decisión, sentido, luz y belleza.
Nuestra voluntad aislada tiene una fuerza muy escasa.
Unida a un ideal elevado, gana una energía indomable.
Todo el que ha puesto alguna vez su vida al servicio de un ideal
valioso sabe qué torrentes de entusiasmo brotan de esa
actitud de entrega.
3ª)
Se aprende a jerarquizar los valores
Al orientar la vida hacia un ideal elevado, aprendo a verlo
todo con perspectiva, a la debida distancia, sin enquistarme
en cada pormenor. Esa distancia de perspectiva me permite
descubrir el sentido y el valor de cada actitud, cada opción,
cada actividad. Las actividades, opciones y actitudes presentan
valor y sentido cuando me acercan al ideal. Su sentido y
valor será tanto más alto cuanto más me
permitan alcanzar la meta de mi existencia.
El descubrimiento de esta vinculación del ideal con el
valor y el sentido nos ofrece un criterio certero para ordenar
nuestra escala de valores. Si queremos ser auténticos
y realizar plenamente nuestra existencia, debemos jerarquizar
los valores. Hemos de reconocer, por ejemplo, que
lo agradable es un valor, pero no el más alto; para tener
pleno sentido, ha de estar integrado en el proceso de realización
personal, cuya meta es la creación de modos elevados
de unidad.
4ª)
Se alcanza el grado más alto de libertad: la «libertad
creativa»
Nuestra primera forma de libertad viene dada por la capacidad
de ejercitar sin traba alguna nuestras potencias: andar, ver,
oír, hablar, relacionarnos... Pero el ejercicio de las
potencias no es fecundo para el hombre si éste
no cuenta con posibilidades. Leonardo da Vinci tuvo potencias
extraordinarias, pero no pudo satisfacer su ansia de volar,
porque su sociedad carecía de posibilidades para ello.
La
falta de posibilidades supone para el hombre una merma de libertad.
Por eso, pasar de la penuria económica a la holgura
supone una liberación. Yerma, la protagonista
del drama homónimo de Federico García Lorca, no
carecía de nada a no ser de la posibilidad de relacionarse
con el entorno, y se sintió asfixiada espiritualmente,
es decir: carente de libertad. De ahí se derivó
la tragedia: acabó asfixiando biológicamente
a Juan, su marido, a fin de mostrar en una imagen que la
vida sin libertad es una falsa apariencia, una farsa.
Para sentirse libre, debe uno contar con posibilidades diversas
entre las cuales elegir. Por eso en la niñez y la juventud
se considera muy libre el que dispone de numerosas posibilidades
y puede elegir las que desea. Esta capacidad ilimitada de elección
podemos denominarla libertad de maniobra. El gobernante
o el legislador que ofrece este tipo de libertad a los ciudadanos
es considerado a menudo como un liberador, un promocionador
de la libertad. ¿Es ésta una valoración justa?
En ciertos casos no, porque el mero poder elegir entre muchas
posibilidades no equivale a ser libre interiormente. Es
sólo una condición para ser libre, como
lo es el ejercicio expedito de las propias potencias -ver, oír,
andar...-. Elegir en cada momento unas posibilidades u otras
tiene sentido si tal elección contribuye a nuestro
desarrollo como personas. Y, como nosotros nos desarrollamos
plenamente cuando nos orientamos hacia nuestro verdadero ideal,
elegimos con auténtica libertad interior cuando
escogemos una posibilidad entre varias no porque nos agrada
más sino porque nos orienta mejor hacia el ideal de nuestra
vida. Este modo de libertad exige cierta dosis de desprendimiento,
entendido como la capacidad de tomar distancia respecto a las
ganancias inmediatas y liberarse del apego a lo fascinante.
Esta actitud desprendida nos permite ver al mismo tiempo una
acción concreta y el ideal que la inspira y da sentido.
El ideal perseguido imanta toda la vida, la orienta hacia la
plenitud, inspira las acciones, hace que se quiera libremente
realizar lo que constituye un deber para uno. El
que se siente ligado a un ideal libremente acogido sabe
ver la obligación como una vinculación
fecunda que le conduce a su cabal desarrollo.
Esta elección libre del deber puede hacerse por motivos
diversos, y de esta diversidad se derivan los grados distintos
de perfección de la libertad:
- Si elijo
lo que debo hacer porque es una obligación que me viene
impuesta, no desde fuera sino por mi realidad misma,
soy verdaderamente libre, pero en grado elemental.
- Si
asumo tal deber con amor y lo interiorizo, porque
veo en él un medio para realizar mi ideal en la vida,
mi libertad es más perfecta. Amar un ideal verdadero
confiere una gran libertad interior.
- Cuando
ese amor alcanza la cima del entusiasmo, la libertad
se hace suprema. Realizo entusiasmado lo que debo realizar.
El esfuerzo que tal realización implica queda con ello
transfigurado; se hace leve, se inserta en un proceso de elevación
a lo mejor de uno mismo; deja de significar una represión
para entrañar una sublimación.
5ª)
Se aprende a ver las realidades en todo su alcance y amplitud
Hemos visto que el ideal verdadero de mi vida es crear formas
elevadas de unidad, es decir, formas de encuentro, y
éste sólo es posible entre realidades que tienen
cierta riqueza interior y ofrecen al hombre algunas posibilidades
para actuar con sentido y eficacia. Si acepto ese ideal porque
deseo vivir con plenitud, pondré sumo empeño en
no empobrecer las realidades de mi entorno a las que trato.
Pensemos en un trozo de pan.
El
pan es producto de un proceso fabril, pero está
elaborado con frutos de la tierra, entre ellos el trigo.
Un
grano de trigo no se produce, no se fabrica; surge
como fruto de una confluencia armónica de diversos
elementos. El campesino recibe de sus mayores el arte
de trabajar la tierra y un puñado de semillas. Deposita
las semillas confiadamente en la madre tierra, y espera pacientemente
a que venga la lluvia, empape la tierra, sirva de vehículo
a las sustancias nutritivas, y luego el sol dore la mies. Cuando
se da la confluencia benéfica de campesino, semillas
y tierra, lluvia y sol, océano que evapora el agua y
viento que la arrastra en forma de nube..., un buen día
sucede el prodigio de que sobre los campos granen las espigas
y madure el trigo. Un sencillo grano de trigo es el fruto
de una confluencia, que prefigura el encuentro. Por
ello está cargado de simbolismo, es decir, remite
a las realidades que han ensamblado sus posibilidades fecundamente
y le han dado origen.
Algo análogo puede decirse del vino. Por eso ambos,
vino y pan, son tan adecuados para simbolizar la amistad humana
en una comida de hermandad.
Zurbarán,
San Hugo en el refectorio (detalle)
(Museo de Bellas Artes de Sevilla)
El
representante de la familia invita a un amigo a comer en su
casa. Toma el pan, lo parte, lo reparte y lo comparte. Y escancia
el vino en la copa del huésped. Vino y pan simbolizan
la amistad compartida porque ellos son ya, previamente, el fruto
de una fecunda interrelación.
Esta
manera de ver las realidades como puntos de confluencia de diversos
elementos amplía y profundiza nuestra concepción
de los seres con los que debemos tejer nuestra vida. Asombra
pensar en el horizonte de posibilidades que se abren a nuestro
poder creador de relaciones valiosas si acertamos a ver cuanto
nos rodea en todo lo que implica y con todas sus vibraciones.
6ª)
Se descubre que las personas humanas son un «nudo de
relaciones»
Gabriel Marcel confiesa en su Diario metafísico
que, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, en la que actuó
de intermediario entre los caídos y sus familiares, un
soldado se reducía para él a un nombre en una
ficha, a la que se agregaba una cruz cuando el soldado fallecía.
El contacto con los allegados de los soldados muertos o desaparecidos
fué dando vida a esos nombres: al pronunciarlos, suscitaban
todo un haz de relaciones. En cada caso, no era un nombre
el afectado, era el hijo de estos padres angustiados, el esposo
de esta mujer abatida, el padre de estos huérfanos desvalidos.
Merced a este enriquecimiento del lenguaje, la idea que tenía
Marcel de cada una de las vidas humanas comprometidas en el
horror de la guerra sufrió un cambio radical: cada
vida era algo único, insustituible, incanjeable, incomparable.
Ninguna madre que perdía a un hijo podía ser
consolada con la idea de que le era posible tener más.
El hijo perdido faltaría para siempre y no podía
ser canjeado por ningún otro.
Este modo de ver las realidades como únicas, fruto de
una trama de vínculos que sólo se da una vez en
la historia, perfecciona nuestra capacidad de valorar la vida
cotidiana y sus acontecimientos en todo su alcance. El que vea
en la persona amada algo único para él
comprenderá fácilmente lo que afirman los grandes
especialistas de la Etica: que «el amor pide eternidad»,
constancia, fidelidad, pues no tiene sentido prometer amor
para un lapso determinado de tiempo. Amar a una persona -indica
Gabriel Marcel- es decirle: «¡Tú no morirás
nunca!» En virtud de su misma esencia, el amor verdadero
pide fidelidad. El amor fiel es amor creativo, amor
que crea modos relevantes de unidad. Este tipo de unidad perdura
a lo largo del tiempo porque es fuente de nuevos motivos para
amarse.
7ª)
Se aprecia la vida personal incondicionalmente
En su testamento de Heiligenstadt, escrito en plena juventud
cuando creyó morirse, Beethoven confiesa que hubiera
puesto fin a su vida innumerables veces, debido a la desgracia
de su sordera, si no fuera por su amor al arte musical
y a la virtud4.
Tanto las virtudes éticas como la creación artística
estaban en Beethoven vinculadas a su fe en el hombre y en el
Creador de todos los dones. El tenía conciencia de ser
un genio, pero su genialidad se la atribuía a la bondad
del Creador. Pocos años antes de morir, cuando se hallaba
en una situación penosa -sordo y casi ciego, arruinado
económicamente e incluso infravalorado en el aspecto
artístico-, se retiró a una aldea de la frontera
austro-húngara para «rendir un homenaje de agradecimiento
y alabanza al Supremo Hacedor». El fruto de este retiro
fue una de las cumbres del arte universal: la Misa solemnis.
Esta fortaleza y equilibrio de ánimo tuvieron su origen
en el encuentro, en la unidad profunda con lo valioso. «A
mí se me ha dado -confesó Beethoven- el don de
vivir en un mundo de sobrecogedora belleza, y la tarea de mi
vida consiste en transmitir a los hombres un reflejo de tal
belleza a través del lenguaje musical». Beethoven
buscaba las fuentes de su inspiración en el campo -visto
franciscanamente como la huella del Creador- y en el amor incondicional
a sus semejantes. Esa doble vinculación -a Dios y a los
hombres- se tradujo al final de la Novena Sinfonía
en un himno de alegría sin par a la solidaridad de las
criaturas entre sí y con el «Padre amoroso que está
por encima de la carpa de las nubes».
4
"... Recomendad a vuestros hijos la virtud, sólo
ella puede hacer feliz, no el dinero, yo hablo por experiencia;
ella fue la que a mi me levantó de la miseria, a ella,
además de a mi arte, tengo que agradecerle no haber acabado
con mi vida a través del suicidio". En mi obra
Vértigo y éxtasis (págs. 389-391) ofrezco
la traducción completa del testamento.
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