El
proceso de vértigo es impulsado por una opción
fundamental de egoísmo. Si soy egoísta,
considero cuanto me rodea como medio para mis fines,
es decir, como un conjunto de objetos útiles.
Al encontrar, por ejemplo, una persona atractiva, la tomo como
una fuente de gratificaciones para mí, y deseo poseerla
a fin de ponerla a mi servicio.
Cuando movilizo las tácticas de seducción y
llego a poseer aquello que enardece mis instintos, siento una
peculiar euforia, una exaltación interior que
se asemeja a una llamarada de hojarasca, súbita, potente
y fugaz.
Esta euforia primera se trueca rápidamente en una devastadora
decepción al advertir que domino esta realidad
placentera pero, justamente por ello, no puedo encontrarme
con ella.
El encuentro, para darse, exige que cada uno respete la condición
de «ámbito» que tiene el otro. El que quiere
dominar a otra persona no la respeta; la reduce a mero medio
para sus fines, es decir, la toma como objeto.
Según hemos dicho, los hombres somos «seres de encuentro»
-vivimos como personas y nos desarrollamos como tales al crear
diferentes modos de encuentro-. Consiguientemente, si no nos
encontramos, nos sentimos decepcionados y tristes.
La tristeza surge al percatarse uno de que no se está
desarrollando como persona. Toda tristeza responde a un vacío
interior. Cuando renuncio al encuentro por el afán
de poseer, dominar y disfrutar, me vacío de lo que más
necesito para vivir con plenitud.
Si esa renuncia se realiza una y otra vez porque adopto siempre
la misma actitud básica de egoísmo, el vacío
se incrementa progresivamente. Al hacerse abismal y asomarme
a él, siento esa especie de vértigo espiritual
que denominamos angustia. Nos sentimos angustiados
cuando no tenemos solidez en nuestra vida porque nos falla lo
que nos centra como personas y nos vemos descentrados,
literalmente desquiciados, como una elipse que ha perdido
uno de sus dos centros.
La angustia, cuando es irreversible porque no estamos en disposición
de cambiar nuestra opción fundamental de egoísmo,
provoca la desesperación, la conciencia amarga
de que nos hemos cerrado todas las vías hacia la madurez
personal, de modo que nos vemos lúcidamente ante el abismo
pero no somos capaces de volver atrás.
Esta forma de desesperación nos lleva a una situación
de soledad absoluta, soledad de desarraigo y «des-ambitalización»*
que nos bloquea y destruye como personas.
El vértigo es un proceso que al principio no nos exige
nada; nos halaga incitándonos a elegir cuanto nos gusta,
nos promete una rápida y conmovedora plenitud y al final
nos sume en una soledad asfixiante. La caída en cualquier
forma de vértigo -embriaguez, droga, ludopatía,
poder, velocidad...- amengua la capacidad de crear formas de
unidad entrañables con el entorno, nos enceguece para
los valores más altos y nos lleva a invertir la escala
de valores.
Esta «subversión de valores» va unida con el
fenómeno del «nihilismo»
*, término que significa, en este caso, la tendencia
a negar que la vida humana tenga un sentido asumible de modo
lúcidamente racional6.
5
Los procesos de vértigo y éxtasis son analizados
con amplitud en mi obra Vértigo y éxtasis.
Bases para una vida creativa, PPC, Madrid 1992, 2ª
ed.
6
Este tema lo explano en la obra La revolución
oculta. Manipulación del hombre y subversión de
valores, PPC, Madrid 1998.

|