Programa de Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación
(P.N.T.I.C.)
 

Unidad 6ª: El lenguaje, vehículo del encuentro y la creatividad

El lenguaje, vehículo del encuentro y la creatividad

Según hemos visto, los ámbitos son, por definición, realidades indelimitables, abiertas, relacionales... El hombre, por ser un «ámbito» de alta calidad -una fuente de iniciativa lúcida y libre-, se desarrolla como persona entreverándose con otros ámbitos. Nuestra vida es una trama de ámbitos sumamente compleja y ambigua, indefinida, cambiante, inasible... ¿Cómo es posible moverse con un mínimo de seguridad y precisión entre realidades de este género, que se tornan todavía más ambiguas y difusas a medida que se relacionan entre sí?

Aquí viene en nuestra ayuda un don prodigioso e inestimable: "... Yo creo -escribe J. Maragall- que la palabra es la maravilla mayor del mundo, porque en ella se abrazan y confunden toda la maravilla corporal y toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza"1.

1.El lenguaje da cuerpo expresivo a los ámbitos

El lenguaje tiene el poder sorprendente de dar densidad a los ámbitos, delimitarlos en cierta medida y hacerlos, así, cognoscibles y comunicables. Un joven y una joven se tratan, y advierten que crece de día en día su afecto mutuo, pero éste se asemeja a una atmósfera inasible, de la que no cabe afirmar con precisión si es un sentimiento de amistad o ha traspasado ya el umbral del noviazgo. Un buen día surge la fugaz expresión: «Te amo». Es muy breve y consabida, pero está lejos aquí de ser rutinaria: hace surgir ante los jóvenes, bien perfilado, el ámbito de afecto que se había fraguado lentamente. Puede parecer que las dos palabras pronunciadas no añaden nada nuevo a la relación amorosa, que se había ido tejiendo con gestos de comprensión, ayuda, ternura, confidencia... Por fortuna, es un error. Al conjuro de tales palabras aparece por primera vez el ámbito del amor en toda su densidad, su plenitud de sentido, su firmeza. Por eso es tan gratificante el oírlas.

A la inversa, dos personas advierten que entre ellas el amor se está desvaneciendo para dar lugar a una relación aversiva, que se traduce en gestos destemplados, ausencias injustificadas, silencios hoscos. Pero se mantiene el entramado básico de la convivencia. Mas un día «se llega a las palabras», como suele decirse, y suena la temida confesión: «Te odio». No hay en este momento más gestos displicentes que antes, pero se pronuncia una frase que, aunque diminuta, adensa todo el ámbito de malquerencia que se ha ido formando paulatinamente. Al mostrar el odio de forma patente, se provoca la ruptura del encuentro, porque manifestar que se odia supera con mucho el efecto negativo de un gesto brusco, una falta de atención, una palabra violenta. Indica el deseo de que la realidad odiada no exista; la desplaza del propio mundo, la anula espiritualmente. Con ello disuelve los vínculos que funda el encuentro. Y esa disolución cruel la pone ante los ojos, en toda su descarnada dureza, de forma implacable, contundente, irreversible.

El poder que tiene el lenguaje de adensar los ámbitos explica que, en la vida corriente y en las obras literarias y cinematográficas, se haga a menudo este ruego: «No me lo digas, pues lo que hace daño es el lenguaje». Si tomamos el lenguaje como mero medio de comunicación, tenderemos a pensar que lo que daña, en realidad, es el hecho comentado o el sentimiento expresado, pero no las palabras pronunciadas. Estas desaparecen en un instante, «se las lleva el viento», como dice el pueblo para expresar, a la vez, su fugacidad y su inconsistencia. Pero no es así. Las palabras crean ámbitos -en cuanto les dan una forma precisa- o los destruyen. Por eso no desaparecen cuando su sonido se extingue. Instauran o anulan los ámbitos que tejen el entramado de la vida humana. De ahí el hondo gozo o la temible amargura que pueden provocar.

En La salvaje, de Jean Anouilh, Teresa está a punto

 

Jean Anouillh (1910-1987)

de abandonar a su novio Florent. Éste le dice: «No te dejaré marchar nunca». Teresa replica:

«Sí, Florent, no habrá más remedio... Deberías dejarme subir a mi cuarto sin decirme nada. Irás a trabajar como de costumbre, y esta noche te darás cuenta de que ya no estoy, sin saber en qué momento me fui para que no podamos hablarnos todavía otra vez. Esto es lo que hace más daño: hablar»2.

En La malquerida, obra maestra de Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura en

 

Jacinto Benavente (1866-1954)

1922, Raimunda sabe que el inductor del asesinato del novio de su hija Acacia fue Esteban, el padrastro de ésta. Al final del acto II pronuncia la palabra «asesino» en un momento de exasperación nerviosa. Pero en la conversación que sostiene con Esteban a comienzos del acto III soslaya cuidadosamente esa temible palabra, a pesar de que la idea a ella correspondiente sobrevolaba de modo siniestro la vida de ambos desde tiempo atrás. El lenguaje, con su facilidad para obviar los puntos decisivos mediante circunloquios, les permitía hablar, entenderse y no herirse de modo irreparable. «Pero ¿cómo te acudió ese mal pensamiento y en qué hora maldecía?», le dice. Raimunda se esforzaba un día y otro en no fundar el ámbito de repulsa que implica la utilización abierta del término «asesino». Pero, al final de la obra, cuando se descubre el amor ilegítimo de Acacia y Esteban, Raimunda rompe todo vínculo con éste, abre las puertas a los enemigos y les revela el secreto total: «¡Prender al asesino! ¡Y a esa mala mujer, que no es hija mía!»3

Suele decirse que «las palabras vuelan y los escritos permanecen». En el plano objetivo es así, pero está muy lejos de serlo en el plano ambital. Una palabra que condensa y expresa un ámbito de odio puede destruir para siempre una vida. Por eso duele tanto el oírla.

Por la misma razón y a la inversa, lo que más agrada es oír las palabras que revelan la existencia de un ámbito de amor. Aunque uno esté seguro del amor de otra persona, siente satisfacción renovada cuando ésta lo confiesa abiertamente con la palabra, con el gesto o con el regalo.

Mediante el lenguaje podemos dar perfiles definidos a ámbitos de realidad que son muy difusos y de contornos indecisos. En la misma medida nos permite entendernos y comunicarnos.

 

1 Cf. Vida escrita, Aguilar, Madrid 1959, p. 47.

2 Cf. O. cit., en Teatro. Piezas negras, Losada, Buenos Aires 1968, 4ª ed., p. 124; La sauvage, La Table Ronde, París 1958, p. 111.

3 Cf. O. cit., en Obras Completas III, Aguilar, Madrid 1945, 3ª ed., p. 770.


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