El
lenguaje tiene el poder sorprendente de dar densidad a los ámbitos,
delimitarlos en cierta medida y hacerlos, así, cognoscibles
y comunicables. Un joven y una joven se tratan, y advierten
que crece de día en día su afecto mutuo, pero
éste se asemeja a una atmósfera inasible, de la
que no cabe afirmar con precisión si es un sentimiento
de amistad o ha traspasado ya el umbral del noviazgo. Un buen
día surge la fugaz expresión: «Te amo».
Es muy breve y consabida, pero está lejos aquí
de ser rutinaria: hace surgir ante los jóvenes, bien
perfilado, el ámbito de afecto que se había
fraguado lentamente. Puede parecer que las dos palabras pronunciadas
no añaden nada nuevo a la relación amorosa, que
se había ido tejiendo con gestos de comprensión,
ayuda, ternura, confidencia... Por fortuna, es un error. Al
conjuro de tales palabras aparece por primera vez el ámbito
del amor en toda su densidad, su plenitud de sentido, su firmeza.
Por eso es tan gratificante el oírlas.
A la inversa, dos personas advierten que entre ellas el amor
se está desvaneciendo para dar lugar a una relación
aversiva, que se traduce en gestos destemplados, ausencias injustificadas,
silencios hoscos. Pero se mantiene el entramado básico
de la convivencia. Mas un día «se llega a las palabras»,
como suele decirse, y suena la temida confesión: «Te
odio». No hay en este momento más gestos displicentes
que antes, pero se pronuncia una frase que, aunque diminuta,
adensa todo el ámbito de malquerencia que se ha ido
formando paulatinamente. Al mostrar el odio de forma patente,
se provoca la ruptura del encuentro, porque manifestar que se
odia supera con mucho el efecto negativo de un gesto brusco,
una falta de atención, una palabra violenta. Indica el
deseo de que la realidad odiada no exista; la desplaza del propio
mundo, la anula espiritualmente. Con ello disuelve los vínculos
que funda el encuentro. Y esa disolución cruel la pone
ante los ojos, en toda su descarnada dureza, de forma implacable,
contundente, irreversible.
El poder que tiene el lenguaje de adensar los ámbitos
explica que, en la vida corriente y en las obras literarias
y cinematográficas, se haga a menudo este ruego: «No
me lo digas, pues lo que hace daño es el lenguaje».
Si tomamos el lenguaje como mero medio de comunicación,
tenderemos a pensar que lo que daña, en realidad, es
el hecho comentado o el sentimiento expresado, pero no las palabras
pronunciadas. Estas desaparecen en un instante, «se las
lleva el viento», como dice el pueblo para expresar, a
la vez, su fugacidad y su inconsistencia. Pero no es así.
Las palabras crean ámbitos -en cuanto les dan una forma
precisa- o los destruyen. Por eso no desaparecen cuando su sonido
se extingue. Instauran o anulan los ámbitos que tejen
el entramado de la vida humana. De ahí el hondo gozo
o la temible amargura que pueden provocar.
En La salvaje, de Jean Anouilh, Teresa está a
punto
Jean
Anouillh (1910-1987)
de abandonar a su novio Florent. Éste le dice: «No
te dejaré marchar nunca». Teresa replica:
«Sí,
Florent, no habrá más remedio... Deberías
dejarme subir a mi cuarto sin decirme nada. Irás a
trabajar como de costumbre, y esta noche te darás cuenta
de que ya no estoy, sin saber en qué momento me fui
para que no podamos hablarnos todavía otra vez. Esto
es lo que hace más daño: hablar»2.
En La malquerida, obra maestra de Jacinto Benavente,
Premio Nobel de Literatura en
Jacinto
Benavente (1866-1954)
1922, Raimunda sabe que el inductor del asesinato del novio
de su hija Acacia fue Esteban, el padrastro de ésta.
Al final del acto II pronuncia la palabra «asesino»
en un momento de exasperación nerviosa. Pero en la conversación
que sostiene con Esteban a comienzos del acto III soslaya cuidadosamente
esa temible palabra, a pesar de que la idea a ella correspondiente
sobrevolaba de modo siniestro la vida de ambos desde tiempo
atrás. El lenguaje, con su facilidad para obviar los
puntos decisivos mediante circunloquios, les permitía
hablar, entenderse y no herirse de modo irreparable. «Pero
¿cómo te acudió ese mal pensamiento y en
qué hora maldecía?», le dice. Raimunda
se esforzaba un día y otro en no fundar el ámbito
de repulsa que implica la utilización abierta del
término «asesino». Pero, al final de la obra,
cuando se descubre el amor ilegítimo de Acacia y Esteban,
Raimunda rompe todo vínculo con éste, abre las
puertas a los enemigos y les revela el secreto total: «¡Prender
al asesino! ¡Y a esa mala mujer, que no es hija mía!»3
Suele decirse que «las palabras vuelan y los escritos permanecen».
En el plano objetivo es así, pero está
muy lejos de serlo en el plano ambital. Una palabra que
condensa y expresa un ámbito de odio puede destruir
para siempre una vida. Por eso duele tanto el oírla.
Por la misma razón y a la inversa, lo que más
agrada es oír las palabras que revelan la existencia
de un ámbito de amor. Aunque uno esté seguro del
amor de otra persona, siente satisfacción renovada cuando
ésta lo confiesa abiertamente con la palabra, con el
gesto o con el regalo.
Mediante el lenguaje podemos dar perfiles definidos a ámbitos
de realidad que son muy difusos y de contornos indecisos. En
la misma medida nos permite entendernos y comunicarnos.
1
Cf. Vida escrita, Aguilar, Madrid 1959, p. 47.
2
Cf. O. cit., en Teatro. Piezas negras, Losada,
Buenos Aires 1968, 4ª ed., p. 124; La sauvage, La
Table Ronde, París 1958, p. 111.
3
Cf. O. cit., en Obras Completas III, Aguilar,
Madrid 1945, 3ª ed., p. 770.
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