Si
somos seres de encuentro, según vimos, debemos
considerar como lenguaje auténtico el que sirve
de medio en el cual se instauran vínculos interpersonales.
No procede afirmar que el lenguaje es un medio para
crear encuentros, al modo como decimos que es el medio
por excelencia para comunicar algún contenido
a alguien. Cualquier comunicación que se haga, si se
realiza con una actitud de estima hacia el otro, invita al encuentro
personal, al entreveramiento de los respectivos ámbitos
vitales, y crea ámbitos de convivencia. Con frecuencia
hablamos largamente sin tener nada concreto que transmitirnos.
No importan los contenidos de la conversación; nos interesa
sobre todo crear amistad e incrementarla.
A la inversa, lo más destacado de una conversación
sostenida con mal talante, de forma áspera y hosca, no
es lo que se dice sino la implícita voluntad de subrayar
el alejamiento espiritual que uno siente hacia el coloquiante.
A veces se afirma que esta función disolvente de
vínculos que posee el lenguaje es tan legítima
como la función creativa. Esta opinión
responde a una mentalidad utilitarista y posesiva,
que se mueve más bien en plano de objetos que en plano
de ámbitos. Interpreta al hombre como un ser que posee
ciertos medios, entre ellos el lenguaje, y dispone
de libertad absoluta de maniobra para usarlos a su arbitrio.
Se olvida que el ser humano es relacional. No está
cerrado en sí, desligado por completo del entorno y dotado
del poder de intervenir en éste arbitrariamente conforme
a sus planes.
El hombre es un ser de encuentro y, por ello, es locuente.
Viene del encuentro amoroso de sus padres y está llamado
a crear nuevas formas de encuentro. Tener el don del lenguaje,
o, más exactamente, ser locuente supone un privilegio
inédito en el universo y no puede ser reducido a la facultad
de expresarse y comunicarse, por importante que ésta
sea. En un plano anterior y más radical al hecho de comunicarse,
poder hablar significa haber sido constituido de tal modo
y hallarse inserto en un entorno de realidades tales que nuestro
ser procede de un encuentro y está ordenado a desarrollarse
mediante la creación de encuentros.
El ser humano es abierto, dialógico, creador de vínculos
reversibles. Por eso siente una tensión originaria hacia
el lenguaje, necesita ser apelado mediante el lenguaje
y responder a través de él. Hoy día,
diversos teólogos afirman que Dios creó las cosas
mandándoles existir, y creó al hombre llamándole
a la existencia5.
El sentido de la existencia humana es responder adecuadamente
a tal llamada. Lo vio agudamente el genial precursor
de la Antropología dialógica actual, Ferdinand
Ebner:
F.
Ebner 1882-1931
«La
vida espiritual del hombre está unida íntima
e indisolublemente al lenguaje, y, lo mismo que éste,
se afirma en la relación del yo con el tú»6.
«En el misterio de la 'palabra' se oculta y se revela
el misterio de la vida del espíritu»7.
Si esto es así, resulta claro que el único lenguaje
auténtico es el que cumple las condiciones del
encuentro y hace posible al hombre vivir dialógicamente.
Esas condiciones arrancan de una opción fundamental por
la actitud de generosidad y amor. Con profunda razón
sitúa Ebner en la base de su teoría «pneumatológica»
o espiritual del hombre la convicción de que «la
palabra y el amor se implican»:
«La
palabra recta es siempre aquélla que pronuncia el amor.
Todas las desgracias que ocurren entre los hombres proceden
de que éstos rara vez pronuncian la palabra recta»8.
Por el contrario, ha de considerarse inauténtico
el lenguaje que destruye vínculos y hace imposible el
encuentro del hombre con otras personas e instituciones e incluso
con realidades no personales que superan la condición
de meros objetos. Este tipo de lenguaje destructor no responde
al sentido radical que implica el hecho de ser locuente: provenir
de un encuentro y estar llamado a crear nuevos encuentros, poder
ser apelado y responder. Es una forma de lenguaje que altera
su propia esencia y se fagocita a sí mismo. Se trata
de un antilenguaje:
«Hay
dos hechos, no más, en la vida espiritual; dos hechos
que se dan entre el yo y el tú: la 'palabra' y el 'amor'.
En ellos radica la salvación del hombre, la liberación
de su yo de su autoreclusión. La palabra sin amor:
¡Qué abuso del lenguaje es esto! Aquí la
palabra lucha contra su propio sentido, se anula espiritualmente
a sí misma y pone fin a su propia existencia»9.
5
Cf. R. Guardini: Welt und Person. Versuche zur christlichen
Lehre vom Menschen, Werkbund, Würzburg 1954, p. 110,
113. (Versión española: Mundo y persona,
Guadarrama, Madrid 1963, p. 212); Ch. Schütz y R. Sarah:
«El hombre como persona», en Mysterium salutis
II, t. II, Cristiandad, Madrid 1970, p. 724.
6
Cf. F. Ebner: Das Wort und die geistigen Realitäten.
Pneumatologische Fragmente, Brenner, Innsbruck 1921; Herder,
Viena 1952, 2ª ed., p. 29. (Versión española:
La palabra y las realidades espirituales, Caparrós,
Madrid 1993, p. 29).
7
Cf. Das Wort...., p. 72; La palabra..., p.
63. Ebner distingue la auténtica «vida espiritual»
del mero «soñar con el espíritu». Cf.
Das Wort...., págs. 31, 74, 319; La palabra...,
págs. 31, 64.
8
Cf. Das Wort..., p.151; La palabra..., p.
125. De ahí el gran poder expresivo y persuasivo de la
palabra «proclamada» en una asamblea litúrgica.
Sobre el pensamiento antropológico de Ebner y su carácter
«relacional» puede verse mi obra El poder del diálogo
y del encuentro, BAC, Madrid 1997, págs. 3-91.
9
Cf. F. Ebner: Das Wort ist der Weg, Herder, Viena
1949, págs. 112, 142.
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