Si
entendemos por silencio la atención a realidades y acontecimientos
complejos, queda de manifiesto que el conocimiento de las personas
y el trato con ellas, la percepción de los fenómenos
expresivos -el cuerpo humano como manifestación del espíritu,
las obras artísticas y literarias...-, la relación
con el Ser Supremo y otras actividades semejantes deben realizarse
con una actitud silenciosa, es decir: respetuosa y contemplativa.
Contemplar es ver en relieve, vibrar con todas
las implicaciones de una realidad y participar en ellas. Implica
una actitud receptiva y activa.
Lo contrario del respeto que implica el silencio es la invasión
posesora. Si se considera la intimidad humana como un objeto
a conquistar, se destruye toda posibilidad de entrar en presencia
de la misma, conocerla, hablar con ella, intimar. La palabra
que le dirigimos está falta del necesario silencio. La
intimidad de una persona se nos torna accesible cuando
nos situamos cerca de ella pero a cierta distancia.
Esta distancia de perspectiva implica silencio, respeto
a la condición compleja y rica de dicha realidad.
De lo antedicho se desprende que el espacio propio del amor
es el silencio, campo de encuentro del que parte toda palabra
acogedora y al que retorna para nutrirse de nuevo. El seductor
no guarda silencio, no enamora; domina con una cascada de palabras
tan vanas como brillantes. No se dirige a la inteligencia
del seducido ni apela a su voluntad libre; intenta
encandilarlo y arrastrarlo. Por eso actúa con precipitación
de ilusionista a fin de no dejarle tiempo alguno de reflexión.
Este espacio de silencio sería una fuente de luz que
pondría al descubierto la falacia del seductor.
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