Si
el ideal de una persona es dominar, poseer y disfrutar, guardar
silencio supone para ella evitar toda expresión verbal
que pueda ser considerada como vehículo de la creación
de vínculos personales. En cambio, para el que persigue
en su vida el ideal de la unidad y la solidaridad, guardar silencio
significa:
1) acallar
el afán de comunicación vacía, que parece
llenar el alma pero la anega porque no implica voluntad de
crear ámbitos de convivencia;
2) acallar
el deseo de imponerse a los demás y reducirlos a medios
para los propios fines;
3) acallar
el ansia de obtener gratificaciones fáciles mediante
la entrega a experiencias de vértigo.
Esta concepción del silencio entraña, positivamente,
apertura a lo valioso, sencillez de espíritu, atención
sinóptica a realidades y acontecimientos que abarcan
mucho campo y no se revelan sino a quien les presta una acogida
respetuosa.
Esta actitud de acogida es anulada por la entrega al vértigo
de la disipación espiritual, que produce embotamiento
y pasividad. He ahí la honda razón por la cual
la «civilización del ruido» anula en su raíz
la posibilidad de una auténtica cultura, vista
como el enraizamiento profundo del hombre en la realidad. Tal
enraizamiento es una forma de encuentro que alumbra sentido
y belleza. La pérdida en el caos de lo ruidoso supone
una forma de desarraigo que abisma al hombre en el aturdimiento
y el absurdo.
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