Las
obras literarias de calidad son fruto de la intensa experiencia
de quienes han sabido adivinar la diversidad de procesos que
tejen o destejen la vida humana en cuanto fundan ámbitos
o los anulan, incrementan su grado de realidad o lo amenguan.
El buen escritor pone al descubierto el trasfondo de la vida
humana y se lo revela incluso a quienes, en su vida cotidiana,
suelen quedarse presos en la superficie de los aconteceres.
El contenido de sus obras es visto como irreal por el
que sólo atiende a los hechos; es considerado
como eminentemente real por el que tiene sensibilidad
para los ámbitos.
Es
una ficción que un actor determinado esté vestido
de rey y responda al nombre de Macbeth -en La tragedia
de Macbeth (W. Shakespeare)-, pues nada de ello se corresponde
con su vida real; pero el proceso de vértigo que
sigue el noble que, por ambición de poder, asesina al
rey es eminentemente real porque constituye la vía
que seguimos todos los mortales cuando adoptamos la misma actitud
egoísta.
Que un corredor de comercio, llamado Gregorio Samsa, aparezca
una mañana -en La metamorfosis (F. Kafka)- convertido
en vil insecto es una ficción, pero el estado de envilecimiento
personal que tal metamorfosis expresa es sufrido espiritualmente
por millones de personas que existen de modo real. Es irreal
el argumento de la obra, pero no su tema. Este
es profundamente real, con un realismo de ámbitos
y acontecimientos, no de objetos y hechos.
Este
género de realismo explica la validez perenne -el «clasicismo»-
de ciertas obras. Si hoy seguimos emocionándonos con
la tragedia de Antígona (Sófocles), no
es porque hace 25 siglos dos personas hayan entrado en conflicto
y haya perecido la más débil. La actualidad de
esta obra se debe al hecho de que también hoy sufrimos
a menudo el choque entre el ámbito de la ley (representado
por Creonte) y el ámbito de la piedad fraterna (representado
por Antígona). Esta colisión presenta en la vida
humana una realidad tal que puede darse en cualquier momento
y lugar y afectar íntimamente a toda clase de personas.
La honda expresividad de una obra tan desolada como Esperando
a Godot (S. Beckett) no se debe a lo que en ella se dice
o se hace, sino a su acierto en expresar la falta casi absoluta
de creatividad en varios seres humanos que representan a diversos
tipos de personas: más lúcidas intelectualmente
o más torpes, más poderosas o más desvalidas.
La obra se eleva a un nivel de alta calidad estética
porque no se reduce a relatar la situación menesterosa
de cuatro personas; nos muestra, a través de su figura
deformada, el grado de envilecimiento a que podemos llegar al
perder la capacidad creativa.
Si tenemos en cuenta la necesidad de crear ámbitos para
desarrollarnos como personas, captamos el sentido profundo de
cada pormenor de esta obra, incluso el de los silencios que
hunden los diálogos y los reducen a vanos intentos de
liberarse del océano del tedio. A una con el tiempo,
el protagonista de esta obra es el tedio, sentimiento
de asfixia espiritual que tiene aquí por fin mostrar
las consecuencias destructivas de la apatía. El autor
puso sus mejores recursos al servicio de una tarea «catártica»
purificadora: aburrir mortalmente al espectador para que
comprenda la clase de desgracia que supone alejarse de la creatividad.
Desde esta perspectiva, podemos comprender en qué sentido
ha de entenderse la afirmación de que la literatura
debe ser comprometida y expresar las preferencias, las obsesiones
y los problemas que están situados en el núcleo
mismo de la existencia personal16.
«El
deber del escritor es plantear al lector las verdaderas preguntas
existenciales. Si, al terminar el libro, el lector (...) comienza
a preguntarse sobre el sentido de la vida, puedo decir que
he alcanzado mi objetivo» (E. Stangerup)17.
16
Cf. J. P. Richard: Littérature et sensation, Du
Seuil, París 1954.
17
Cf. Studi Cattolici VII-VIII, Milán 1991.
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