La
obra literaria de calidad no relata sólo hechos
sino acontecimientos; no describe sólo objetos
sino ámbitos, no presenta únicamente argumentos
sino temas. Ello responde a su voluntad de hacernos presente
la historia profunda del hombre, la «intrahistoria»
en la que se juega su destino.
Vista en los dos niveles -el de los objetos y los hechos, por
una parte, y el de los sucesos y los ámbitos, por otra-,
la obra literaria se nos muestra como el lugar de encuentro
-de juego creativo- del autor con la vertiente de lo real que
desea plasmar.
Por ser la obra un campo de juego, el intérprete
se adentra en su estructura profunda si hace juego con
ella, es decir, si rehace personalmente sus experiencias básicas.
Al hacerlo, se alumbra en su interior la misma luz que se alumbró
un día en el ánimo del autor. A esa luz puede
revivir la obra en su génesis, como si la estuviera gestando
por primera vez.
Esta lectura genética le permite comprender lo
que dice el autor, por qué lo expresa de una forma determinada,
y si es o no coherente con su punto de partida.
Esa visión penetrante de la obra saca a superficie su
tema básico, la forma peculiar de interpretar
ciertos aspectos de la vida humana y mostrar los procesos a
través de los cuales los protagonistas desarrollan plenamente
su ser personal o, por el contrario, lo destruyen.
La contemplación lúcida de esas historias humanas,
vistas al trasluz, permite al lector adquirir experiencia y
aprender a prever, es decir, a ver la propia vida con
distancia de perspectiva.
Esta capacidad de penetrar en el sentido o sinsentido de la
existencia constituye un modo elevado de sabiduría.
Debidamente leídas e interpretadas, las obras literarias
de calidad son una fuente inagotable de luz: nos aportan lúcidas
claves de orientación de la vida, de las que se
deducen pautas de conducta certeras.

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