El narrador-piloto
comienza revelando su drama personal, la situación de
soledad espiritual en que se halló desde niño
por no encontrar personas que estimasen debidamente el ejercicio
de la creatividad y supieran descubrir el sentido
profundo de las realidades y acontecimientos más
importantes de la vida. Esta incapacidad de pasar más
allá de las apariencias la expresa con una imagen.
Ya sabemos que la literatura de calidad no se expresa mediante
conceptos abstractos, sino a través de imágenes,
que son bifrontes: tienen una vertiente
sensible y otra metasensible o profunda.
La
falta de imaginación de las personas mayores
La imagen que utiliza el piloto procede del mundo del dibujo,
que es una actividad creativa. Impresionado por la lectura
de un libro sobre la vida animal en la selva, trazó un
dibujo para representar una boa que se ha tragado a un elefante.
Se lo mostró a diversas «personas mayores»
y todas lo vieron como una mera «figura» -es decir,
como el contorno estático de una realidad física-,
no como una «imagen», como la expresión dinámica,
vivaz, de un acontecimiento vital. Por eso lo interpretaron
superficialmente como un sombrero, no como una boa que
ha tragado un elefante.
Manifestaron, con ello, carecer de imaginación creativa,
entendida no como la capacidad de evadirse de lo real hacia
mundos de ensueño y mera ficción sino como el
poder de suscitar y captar imágenes, dar
alcance a los diferentes acontecimientos y realidades que -no
siendo sensibles y figurativos- pueden revelarse en la faz expresiva
de lo sensible. La imaginación es creativa en
cuanto crea una relación de presencia con algo
suprasensible en el medio transparente de lo sensible.
«Mi
dibujo no representaba un sombrero -escribe-. Representaba
una serpiente boa que digería un elefante. Dibujé
entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las
personas mayores pudiesen comprender. Siempre necesitan explicaciones»1.

La
palabra «explicaciones» procede del verbo «explicar»
y éste alude en el pensamiento filosófico contemporáneo
al modo científico de conocer, caracterizado por
el afán de saber de modo controlado, con pruebas realizables
por cualquiera y expresables mediante el lenguaje matemático.
Una sonrisa está compuesta por diversos gestos del rostro
que son «explicables» de forma científica.
Se puede dar razón precisa de los músculos que
entran en juego, de lo que éstos necesitan para poder
cambiar de posición, de cómo se restablece su
fuerza cuando se deterioran, etc. Pero el sentido de
una determinada sonrisa no puede ser «explicado» de
esta forma. Puede, en cambio, ser «comprendido». Te
digo una broma, te hace gracia y te sonríes amablemente.
En el gesto de tu sonrisa veo de forma inmediata toda tu persona
sonriente, es decir: gratamente sorprendida por
mi broma. En la sonrisa no actúan sólo unos
cuantos músculos de tu rostro. Toda tu persona se hace
presente con un estado de ánimo alegre y favorable hacia
mí. La persona en su conjunto no es algo sensible, no
se reduce a la figura del rostro y de cada uno de sus rasgos.
Estos remiten a algo que está en un nivel distinto. Mediante
los conocimientos actuales de la ciencia biológica, fisiológica
y química puedo explicar la base química, biológica
y fisiológica de los gestos que integran la sonrisa,
pero con ello no estoy ni siquiera aludiendo a la sonrisa en
cuanto tal. Esta hay que captarla al vuelo, en bloque, como
un fenómeno no reducible a cada uno de los gestos que
la componen. Esa forma de conocer conjuntamente, mediante un
modo de visión rápida y sinóptica, se denomina
«comprender»2.
Intentar «explicar» el mayor número posible
de realidades y acontecimientos es una actitud que encierra
un gran valor para la vida humana, según se desprende
de la historia de la ciencia y la técnica. Pretender
«explicarlo» todo y considerar como incognoscible
aquello que no puede ser conocido de esa forma es una desmesura
que empobrece inmensamente la vida humana. Saint-Exupéry
considera como «personas mayores» las que reducen
el conocimiento humano a esta sola modalidad, por carecer
de la espontaneidad de espíritu que nos permite confiar
en la validez de otras formas de penetrar en el sentido de cuanto
nos rodea. Esta espontaneidad y frescura de espíritu
es lo que caracteriza la actitud del niño ante la vida.
Necesidad
de tener espíritu de niño
El niño está trascendiendo constantemente
lo inmediato: convierte un palo de escoba en caballito, divide
el suelo con una simple raya y lo convierte en un campo de juego,
valora inmensamente todo gesto de acogimiento por parte de quienes
lo rodean y convierte el regazo materno en un «hogar».
Por eso toma tan en serio y estima tanto los juegos y los cuentos.
Se abisma en ellos, mora en ellos como en un hogar, y los considera
como su verdadera «patria espiritual».
La afición del niño al juego y a los cuentos supone
una tendencia natural a recibir posibilidades y a ofrecerlas,
a sentirse apelado por realidades «ambitales» y a
darles respuesta. Le regalas a un niño un osito de peluche
y crea espontáneamente con él una relación
estrecha:
«...El
niño se acurruca sobre su tesoro para dejarse iluminar
por él en su interior, de golpe, tan pronto como el
regalo le ha impresionado, como hacen las anémonas
de mar. Y huiría si lo dejaras huir. Y no hay esperanza
de alcanzarlo. No le hables; ya no atiende»3.
Si le quitas el juguete al niño, se resiste y llora.
Este llanto no responde a la pérdida de un objeto,
sino al desamparo que supone el anular una relación
de encuentro. Para el niño, el osito no es un objeto
que posee; es un compañero de juego que él
estima y cuida; es un ámbito con el que se entrevera.
La forma de niñez que exalta Saint-Exupéry no
es la biológica sino la espiritual, la actitud de apertura
desinteresada y comprensiva, la prontitud para la amistad, la
falta de voluntad de dominio de la realidad, de tener todo bajo
control intelectual. Es sintomático que El principito
vaya dedicado a una «persona mayor» que es muy
sensible a la amistad, que puede comprender todo, hasta los
libros para niños, y que lleva dentro -mediante el recuerdo-
el niño que un día fue. Recordar es volver a vivir,
traer de nuevo a la existencia.
Vista la niñez de esta forma creativa, lúdica,
como la capacidad de crear con el entorno campos de juego
en los que uno se siente amparado y desarrollado, se comprende
que Wordsworth considere al niño como «padre del
hombre» y Saint-Exupéry vea en él la vertiente
más poderosa del ser humano: «Verás al
niño poner el pie sobre la cabeza del gigante y destruirlo
de un taconazo»4
.
Los
hombres, cuando conservan el alma de «niños»,
se asfixian si no «intercambian» sus vidas con las
realidades del entorno que les ofrecen posibilidades y les invitan
a «participar» activamente en ellas. Fomentar en el
hombre la ceguera para los valores y agostar su capacidad de
crear relaciones fecundas significa cegar la fuente de su vida
espiritual, asesinar al «Mozart» virtual que cada
ser humano alberga5.
En un vagón de tren atestado de emigrantes humildes que
retornan a su patria, Saint-Exupéry se fija en el rostro
de un niño dormido entre sus padres, y ve en él
«un rostro de músico, un Mozart niño, una
bella promesa de vida».
Mozart
«Los
príncipes de las leyendas no eran muy diferentes de
él: protegido, acogido, cultivado, ¡qué
no podría llegar a ser! Cuando nace en los jardines
por mutación una rosa nueva, todos los jardineros se
conmueven. Se aísla la rosa, se la cultiva, se la mima.
Para los hombres, sin embargo, no hay jardinero. Mozart niño
será marcado como los otros por la máquina de
moldear. Mozart producirá sus más altos gozos
de música podrida en el hedor de los cafés-concierto.
Mozart está condenado»."...Lo que me atormenta
no es esta miseria, en la que uno acaba instalándose
tan bien como en la pereza. (...) Lo que me atormenta no lo
curan las sopas populares. Lo que me atormenta (...) es un
poco el Mozart asesinado en cada uno de estos hombres».
«Sólo el espíritu, si sopla sobre el barro,
puede crear al Hombre»6.
La
nostalgia de la amistad y la caída en el desierto
El piloto, de niño, tampoco tuvo un «jardinero»
que le ofreciera posibilidades creativas que le permitieran
desarrollar sus potencias naturales:
«Las
personas mayores me aconsejaron que dejara a un lado los dibujos
de serpientes boas abiertas o cerradas y me interesara un
poco más en la geografía, la historia, el cálculo
y la gramática. Así fue como, a la edad de seis
años, abandoné una magnífica carrera
de pintor»7.
Se sentía desilusionado y frustrado al ver que las personas
mayores que le rodeaban se movían en un nivel infracreador
y carecían, incluso las más lúcidas, de
la sensibilidad necesaria para captar el mensaje oculto de las
imágenes. Para subsistir, renunciaba a hablar con ellas
de cuanto en aquel momento significaba para él el reino
de lo poético, lo vital y creador («serpientes boas»,
«selvas vírgenes», «estrellas»...)
y se ponía «a su alcance», comentando temas
propios de personas «razonables», como el bridge,
el golf, la política y las corbatas, todo ello entendido,
no en lo que pueden albergar de creatividad, sino como un mero
pasatiempo propio de gentes ociosas y adineradas(13,5).
El intercambio rutinario de ideas acerca de objetos manipulables
no funda verdaderas relaciones de diálogo y convivencia.
Sume en la soledad, la forma de soledad lúdica o
incapacidad de jugar a que aludirá la serpiente
cuando le advierta al principito que «también con
los hombres se está solo». Si estoy rodeado de personas
que no me ofrecen la posibilidad de crear con ellas auténticas
relaciones de encuentro, estoy solo. En realidad, para
un ser de encuentro como es el hombre sólo engendran
compañía las realidades que ofrecen posibilidades
y reciben las que uno les otorga, dando lugar así a una
fecunda experiencia reversible. Lo que nos une de veras
al entorno es el intercambio de posibilidades, el entreveramiento
de nuestra vida con la de las realidades circundantes. Los objetos
siempre están fuera de nosotros, hasta que asumimos
las posibilidades que nos ofrecen en un proyecto personal y
los ambitalizamos en alguna medida.
Si no tenemos este poder transfigurador, y tomamos superficialmente
las realidades circundantes como puros objetos manejables y
dominables, permanecemos alejados del entorno. Aunque tengamos
dicho poder elevador de los objetos a condición de ámbitos,
no podemos crear relaciones de encuentro propiamente tales si
aquellos a quienes tratamos no adoptan en la vida una actitud
creativa por moverse en nivel de meros objetos. Este fue el
caso del piloto, que nos hace esta amarga confesión:
«Viví
así solo, sin tener nadie con quien hablar verdaderamente
(...)» (13,5).
El joven piloto siente entonces la tentación de descender
al nivel de las realidades que le ofrecen sus posibilidades
sin la menor reserva: los utensilios y aparatos. Al manejar
un avión, uno siente latir su potencia en el cuenco de
las manos, y se ve dotado de un sorprendente poder de sobrevolar
la tierra y dominar el espacio, con lo que ello significa de
comunicación, creación de vínculos, conocimiento
de otras tierras y gentes.
Este mundo de los instrumentos mecánicos llenos de posibilidades
está sometido también a toda suerte de fallos
y puede frustrar a quien se confía a él. Tal fracaso
está expresado en la imagen de la avería
y la caída en el desierto. Un desierto es un lugar
sin rutas y sin posibilidades de vida. Caer en un prado gallego
u holandés no da una impresión hosca de estar
«arrojado» en un descampado, a la intemperie. Más
bien produce una sensación de acogimiento. El término
«desierto», entendido en nivel no objetivista, físico,
sino lúdico, suele significar un estado anímico
de desolación, suscitado por el aislamiento total
respecto a los múltiples elementos «objetivos»
-mensurables, asibles, manipulables...- que uno juzga como un
mundo seguro, confiado, inquebrantable. Por eso ir al desierto
encierra el sentido purificador que ostenta en los escritos
místicos adentrarse en la noche. La noche también
nos libera de la multitud de realidades objetivas que dispersan
durante el día nuestra atención.
Al quedarse en vacío, nuestra capacidad reflexiva gana
distancia, poder de sobrevolar los hechos singulares,
captar sus interconexiones y percibir su sentido profundo. De
ahí esos momentos de especial «lucidez nocturna»
de que hablan los psicólogos. El término «noche»
sugiere todo un proceso ascendente: el paso del nivel objetivista
al ambital, del nivel manipulador al nivel creador.
Así entendidos, el «desierto» y la «noche»
se hallan estrechamente vinculados al concepto de «angustia»,
sentimiento que surge -según la filosofía existencial-
al desmoronarse el mundo confiado de lo «objetivo»
e insta al hombre desvalido a dar el «salto» al plano
de las realidades «ambitales» y reiniciar una «vida
auténtica» mediante el ejercicio del juego creador8.
«Angustia», «noche» y «desierto»
aluden a situaciones de desamparo extremo que constituyen para
todo espíritu sensible a los grandes valores una invitación
a convertirse a lo esencial, a recogerse para
dejarse sobrecoger por lo valioso. «Por eso yo la
voy a seducir: la llevaré al desierto y le hablaré
a su corazón», nos confiesa en el libro del profeta
Oseas (2,l6) el esposo respecto a la esposa infiel. Y Saint-Exupéry,
en Citadelle, exclama:
"Mi
desierto, con sólo que yo te muestre las reglas de
su juego, se torna para ti tan poderoso y cautivador que puedo
elegirte trivial, egoísta, miserable y escéptico
en los arrabales de mi ciudad, o en el encenagamiento de mi
oasis, e imponerte una sola travesía del desierto para
hacer surgir en ti al hombre, como una semilla fuera de la
cáscara, y dilatarte de espíritu y de corazón»9.
La
invitación a subir de nivel
El
piloto se halla aislado en el desierto físico,
con «agua de beber apenas para ocho días» (14,6).
Arreglar el motor del avión era para él «cuestión
de vida o muerte». Pero su espíritu había
caído también en una especie de desierto lúdico
o incapacidad creativa. En el desvalimiento de esa noche
de prueba, se alza a veces en nuestro interior la voz de
la nostalgia por una vida superior, llena de posibilidades
creativas. Esa voz toma aquí cuerpo en la figura
enigmática -«inexplicable»- del principito,
que no se presenta a sí mismo -no aduce datos inventariables
sobre su persona-, ni dice lo que en su caso sería de
esperar: estoy perdido, tengo hambre, lléveme a mi casa...
Sobrevolando con sorprendente soberanía estas cuestiones,
decisivas para salvar la vida biológica, el pequeño
de aire principesco se eleva de súbito al plano de la
creatividad con un simple ruego: «Por favor... ¡dibújame
un cordero!» (14,6).
Podía
muy bien haberle pedido que le cantara una canción o
le relatara un cuento. Pero es coherente que aluda a una actividad
que cultivaba el piloto desde niño. En definitiva, su
intención era sugerirle que se elevara al nivel de la
creatividad, del juego creador. Jugar implica crear ámbitos,
de un tipo u otro, bajo unas normas determinadas a base de las
posibilidades que te ofrece el juego en cuestión. Los
seres reales te presentan figuras y formas, con las cuales,
debidamente configuradas según las reglas del arte, puedes
crear ese campo de expresividad que es un dibujo o un cuadro.
Al principito no le interesaba tener la figura de un
cordero. Quería descubrir si el primer ser humano que
encontraba en la tierra era capaz de elevarse al plano de la
creatividad, condición indispensable para crear con él
una relación de encuentro y de amistad. Por eso insiste,
muy seriamente, en la petición de que le dibuje un cordero
(16,8).
El piloto, asombrado por la aparición de este pequeño
sorprendente en la inmensidad del desierto, dejó de lado
su ocupación y se puso a dibujar, pues «cuando el
misterio es demasiado impresionante, no es posible desobedecer»
(16,8). El término «misterio» no alude aquí
a algo extraño, desconocido, sino a algo extraordinariamente
rico y prometedor. Un pensador compatriota y contemporáneo
de Saint-Exupéry, Gabriel Marcel, había difundido
por los años 30 en Europa el concepto de misterio
como contrapuesto al de problema10.
Este designa algo desconocido actualmente pero cognoscible
en el futuro, como puede ser un dato histórico o la causa
de un fenómeno natural. El «misterio» significa
una realidad en la que el hombre está de por sí
comprometido y que, por su interna riqueza, le ofrece posibilidades
inagotables de desarrollo personal.
El ser, el lenguaje, la persona humana, la comunidad, una obra
de arte, un estilo, un valor ético, las realidades religiosas...
son entidades «misteriosas», que comprometen a los
mismos que se plantean su estudio. Yo que planteo el tema del
ser soy un ser. No puedo desdoblarme y situar el ser a distancia
de mí. Yo que abordo la cuestión del lenguaje
soy un ser locuente. Yo que analizo el sentido de la maternidad
estoy de tal modo ambitalizado con mi madre que no la puedo
considerar como una tercera persona, a distancia de alejamiento.
Yo que me abismo en la reflexión religiosa debo aceptar
en principio que Dios compromete mi ser de modo nuclear. No
puedo considerarlo como un objeto, por privilegiado que lo suponga.
¿Es posible conocer -convertir en objeto de conocimiento-
este tipo de realidades que no son meros objetos, seres
situables a distancia de uno?11
Estas realidades «misteriosas», no objetivas, se conocen
por vía de trato creador, de encuentro,
que supone un intercambio de posibilidades. Una sonata de Mozart
no podemos conocerla leyendo un tratado musicológico
sobre ella, sino asumiendo de modo activo las posibilidades
de creación musical que nos ofrece. Este modo de conocimiento
supone un tipo de comprensión que no logra el
grado de «exactitud» propio de la «explicación»
científica, pero nos permite adquirir un saber muy entrañable.
Lo «misterioso» sólo es incognoscible para
quien desea conocerlo sin entrar en relación de trato
creador. A quien lo asume como una fuente de vida se le convierte
en una fuente de luz y de sentido. No por azar, el principito
-que encarna la nostalgia humana por la vida de amistad- aparece
al alba, como una fuente de luz siempre renovada. (14,6)
El asombro ante la aparición «misteriosa» del
mensajero de la luz que irradia la amistad insta al piloto a
obedecer, a responder a la apelación de una realidad
que ofrece posibilidades de convivencia. Pero ¿cómo
fue posible este primer paso hacia la comunicación por
parte de dos seres tan distintos en un contexto vital inhóspito?
Sin duda porque ambos, aunque habían cometido el error
de abandonar a los suyos, tenían nostalgia por el ejercicio
de la creatividad, que sólo es posible entre seres ambitales.
Todo
piloto es, como tal, un creador de ámbitos. Funda con
el avión una tercera realidad, un ámbito dinámico
de gran energía. Cuando el principito ve el avión
en el plano objetivista y pregunta: «¿Qué
es esta cosa?», el piloto le corrige inmediatamente:
«No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es mi
avión. Y me sentí orgulloso haciéndole
saber que volaba» (18,11). Volar significa crear
rutas aéreas, ámbitos de tránsito,
vínculos entre países y personas. En tiempo
de vuelo, el piloto está siempre convirtiendo el avión
de objeto en ámbito, y con ello lo ludifica,
lo eleva a la condición de campo de juego, lugar
en el que acontece la acción lúdica de volar,
de vencer la fuerza de gravitación y trazar rutas autónomas.
Por su
parte, el principito tenía por meta en la vida crear
relaciones de amistad. No conocía todavía sus
exigencias, pero su actitud de disponibilidad era absoluta
en orden a recibir enseñanzas y apelaciones.
Ambos -principito y piloto- se hallan solos en el «desierto»,
kilómetro cero en la marcha hacia las formas auténticas
de convivencia. El piloto parece preocuparse en exclusiva de
reparar el avión y retornar a la tierra habitada. Pero
antes ha confesado su frustración ante la vaciedad de
las personas que no saben adivinar la presencia de lo profundo
más allá de lo útil. Era, pues, un hombre
en busca de autenticidad, y merced a ese espíritu
inquieto supo descubrir en la presencia desconcertante del principito
un «misterio», algo hondo que albergaba múltiples
posibilidades (19,11). El principito, tras las decepciones que
le produjeron los pintorescos habitantes de los asteroides que
visitó, necesitaba angustiosamente encontrar seres capaces
de establecer auténticas relaciones de amistad. Era también
un ser en camino hacia una vida de autenticidad personal.
Impulsado por esta búsqueda, apela inmediatamente al
piloto a elevarse al plano de la creatividad, dibujándole
un cordero. Debido a la urgencia de arreglar el motor del avión,
el piloto dibujó a toda prisa un cordero. El principito
lo rechazó, no porque estuviera mal dibujado sino porque
el acto de dibujar no había implicado una elevación
de nivel por parte del dibujante. Lo mismo sucedió
dos veces más. Al fin, el piloto optó por una
solución artera: diseñar una caja con varios agujeros
y decirle: «Esta es la caja. El cordero que quieres
está dentro» (17, 10). El principito supo ver
inmediatamente esa figura como una imagen, con
sus dos vertientes: la externa y la interna.
«Quedé
verdaderamente sorprendido -indica el piloto- al ver
iluminarse el rostro de mi joven juez: ´¡Es exactamente
así como lo quería!´ « (17, 10).
Al responder el piloto a la apelación del
principito, quedan ambos situados en el nivel donde es posible
entreverar los ámbitos personales e iniciar la creación
de una amistad.
1
Cf. El principito, Alianza Editorial, Madrid 1972, 2ª
ed., p. 12; Le petit prince, Harbrace Paperbound Library,
Nueva York 1943, p. 4.
2
Es bien conocida la distinción que hacen los filósofos
alemanes contemporáneos entre «verstehen» (comprender)
y «erklären» (explicar).
3
Cf. Citadelle, págs. 296-297; Ciudadela, p.
274.
4
Cf. Citadelle, p. 373; Ciudadela, p. 344
5
Cf. Terre des hommes, Gallimard, París, 1939,
págs. 250-253.
6
Cf. Terre des hommes, págs. 252-253
7
Cf. El principito, p. 1-2; Le petit prince, págs.
4. En lo sucesivo citaré en el texto indicando sólo
las páginas, primero las de la edición española;
segundo, las de la francesa.
8
Véase, sobre este sugestivo tema, mi obra El triángulo
hermenéutico, BAC, Madrid 1971, págs.
477-496.
9
Cf. Citadelle., p. 319; Ciudadela, p. 295.
10
Véanse, por ejemplo, sus obras Le mystère de l'être.
Position et approches concrètes du Mystère
ontologique, Vrin, Paris 1949 (Aproximación
al misterio del ser, Encuentro, Madrid 1987); Le mystère
de l'être, dos vols. Aubier, paris 1951. (El misterio
del ser, Edhasa, Barcelona 1971).
11
Recordemos que «objeto» procede del latin objacere,
estar delante.
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