En
su leve ropaje de cuento infantil, El principito se revela
a una lectura «ambital» y «lúdica»
como una escuela de encuentro, acontecimiento personal
que exige un largo aprendizaje y una dura ascesis. En principio,
los dos protagonistas sentían nostalgia10
por la vida creadora, pero se hallaban lejos de conocer
el secreto de su lógica interna, de sus exigencias y
sus leyes.
- Contra
lo que pudiera parecer en un primer momento debido a su enigmático
descenso de una región superior, el principito no representa
el papel de maestro infalible que viene a transmitir un mensaje
de sabiduría. Se muestra como un niño de figura
noble, preocupado por plantear con radicalidad, de frente
y en exclusiva, los temas básicos de la vida personal.
- El piloto
era un joven sensible a toda suerte de actividad creadora,
pero se hallaba atenazado por urgencias de carácter
mecánico, objetivista, y debía realizar un giro
en su sistema de prioridades.
Ambos,
piloto y principito, procedían por tanteo, cometían
errores, aumentaban su caudal de experiencias pacientemente,
aceptaban y agradecían las lecciones que alguien les
daba. Tras unos días de ejercitación valerosa,
muestran una sorprendente madurez. Su trato personal empieza
a ostentar las características del encuentro y
se convierte en un campo de iluminación que arroja
luz sobre toda la obra y la inunda de ese enigmático
«resplandor» que llamamos belleza11.
No por azar, las últimas páginas de la obra
desprenden una luz especial que orla las figuras amigas del
principito y del piloto y baña, de horizonte a horizonte,
la inmensa aridez del desierto. Es la luz melancólica
que brota en la confluencia de lo efímero y lo permanente,
lo meramente objetivo y lo ambital, lo cósico y lo personal.
En todas sus obras, Saint-Exupéry escribe impulsado por
su afán de buscar la profundidad oculta de la vida cotidiana,
a menudo demasiado agitada para mostrar su interna riqueza,
la vertiente permanente de la existencia humana. En El principito
hizo acopio de todo su amor a lo trascendente, lo valioso
y noble para convencer a los hombres castigados por el horror
de la guerra, sobre todo sus compatriotas franceses, de que
no todo está perdido cuando se derrumba aquello en que
uno más había confiado: el poderío material
y bélico. En esa situación límite queda
un recurso decisivo: dar el salto al nivel de la creatividad,
de la creación de ámbitos de todo orden.
Por eso en esta obra apenas cuenta ya el argumento. En las obras
anteriores, el autor relataba historias arriesgadas, en las
que refulgían de cuando en cuando, como perlas, las virtudes
del hombre que dignifican la vida. Estas perlas cobran la primacía
en El principito, a costa del argumento. En la obra siguiente,
Citadelle, iniciada en 1938 y publicada póstumamente,
el argumento desaparece casi del todo para dejar amplio espacio
a la exhibición de las perlas, las claves de interpretación
de la existencia humana.
Para comprender genéticamente cómo se alumbra
la belleza peculiar de esta obra, debemos practicar un modo
de lectura relacional, pues los fenómenos bellos
no son una propiedad estática de ciertos objetos
-considerados «en sí», aparte de todo sujeto-,
ni son producidos en la «interioridad» de un sujeto:
acontecen en el campo de juego que se funda entre diversos
seres que entreveran sus campos de posibilidades lúdicas.
El
principito es una alegoría o trama orgánica
de símbolos que se propone descubrir el lado oculto
y más valioso de la vida humana mediante un lenguaje
accesible al hombre sencillo, que conserva la capacidad infantil
de abrirse espontáneamente a lo noble y elevado. No es
una vuelta a la niñez biológica; es una renovación
del espíritu de la infancia espiritual. Por eso está
escrito para personas mayores que tienen alma de niño.
En realidad, el principito es lo mejor de nuestro ser, la voz
sugerente de nuestra conciencia más lúcida que
en los momentos de aparente catástrofe nos invita a elevar
el ánimo mediante un cambio de actitud, una metanoia.
Este
giro espiritual fue postulado por eminentes pensadores contemporáneos
de Saint-Exupéry. El ascenso del nivel de los objetos
al de los ámbitos y la creatividad que propugna el principito
(«¡Dibújame un cordero!») constituye
el núcleo del mensaje del pensamiento existencial (M.
Heidegger, K. Jaspers, G. Marcel). La filosofía de Marcel
tiende a despertar en el hombre contemporáneo la convicción
intelectual y el sentimiento íntimo de que «lo más
profundo que hay en mí no procede de mí».
Jaspers no cesa de proclamar que el ser humano sólo puede
existir plenamente si se halla dinámicamente vinculado
con «la trascendencia»12.
Al leer El principito, captamos el espíritu
de superación que inspiró esta corriente de
pensamiento, afanosa de hacer justicia a la enigmática
riqueza de la realidad humana. En la línea de Sören
Kierkegaard y de la Fenomenología (E. Husserl y M. Scheler,
sobre todo), los pensadores existenciales comprendieron que
para valorar debidamente el modo singular de «existencia»
que ostenta el ser humano se debe superar con decisión
- el apego
al nivel objetivista y la correlativa actitud posesiva,
dominadora, controladora, utilitarista;
- el afán
reduccionista, que tiende a rebajar el valor de las
realidades más elevadas y complejas, por ejemplo la
humana;
- la
escisión de conocimiento y amor, saber intelectual
y compromiso vital;
- la propensión
a quedarse preso en los valores inmediatos.
La
forma óptima de liberarse de estas insuficiencias es
cultivar una inteligencia dotada de tres condiciones:
- largo
alcance, capacidad de trascender lo inmediato y ver más
allá;
- comprehensión,
amplitud, atención a todas las vertientes de
la realidad analizada;
- penetración,
poder de ahondar en el sentido de cada ser o acontecimiento.
Si
lo leemos con talante creativo, sentiremos en cada página
de El principito una llamada al ejercicio de esa forma
de inteligencia desarrollada, madura, abierta a todas las vertientes
de la realidad, atenta a ver las realidades humanas como «nudos
de relaciones», de vínculos que deben ser creados
con paciencia amorosa. Esta inteligencia relacional nos
otorgará una visión de la vida más rica,
más compleja, más exigente, que no nos liberará
del miedo a la muerte sino del temor al sinsentido de la muerte
y, por tanto, de la vida. La muerte seguirá existiendo,
pero no será vista como el fin absoluto de la vida y,
consiguientemente, de los vínculos amorosos creados en
ella, sino como el tránsito a un modo de vida en el que
se supera la ausencia física y se conserva acendrado
el amor.
«...Cuando
te hayas consolado (siempre se encuentra consuelo), estarás
contento de haberme conocido. Serás siempre mi amigo.
Tendrás deseos de reír conmigo. Y abrirás
a veces tu ventana, así... por placer... Y tus amigos
se asombrarán al verte reír mirando al cielo»
(105, 104-105).
10
Inspirado en Sören Kierkegaard y, sobre todo, en su
propia experiencia, Romano Guardini supo destacar lúcidamente
el papel decisivo de la nostalgia o melancolía en
el ascenso del hombre hacia las regiones más altas de
su ser. «La melancolía -escribe- es la inquietud
del hombre ante la vecindad de lo Eterno». «... El
anhelo de plenitud de valor y de vida, y de belleza infinita,
unido profundamente con el sentimiento de la caducidad, la negligencia
y el fracaso, y con la irreprimible nostalgia, el dolor y la
inquietud que de ahí se derivan..., eso es la melancolía».
«Grandeza, verdadera grandeza no es posible sin esa presión
que confiere a las cosas todo su peso; sin ese dolor -por así
decir constitutivo- que Dante denomina `la grande tristezza',
que no surge de una circunstancia especial sino de la existencia
misma». Cf. Vom Sinn der Schwermut (Sobre el sentido
de la melancolía), M. Grünewald, Maguncia 1935,
1996, 6ª ed. Véase mi obra: Romano Guardini,
maestro de vida, Palabra, Madrid 1998, págs. 151-183.
11
Recuérdese que desde antiguo se define la belleza como
«splendor ordinis», «splendor formae», «splendor
realitatis», esplendor y resplandor del orden, de la forma,
de la realidad. Siempre el fenómeno de la belleza va
hermanado con una configuración perfecta y con la luz
que ella desprende. Tomás de Aquino acuñó
esta idea en una fórmula decisiva: La belleza es «la
luz que resplandece sobre lo que está bien configurado»
(lux splendens supra formatum).
12
No puedo aquí explicar el sentido de estos pensamientos
de Jaspers y Marcel. Lo decisivo para nuestro propósito
de comprender el estilo de pensar de Saint-Exupéry es
notar la tendencia de ambos autores a buscar el sentido de las
realidades más a mano en instancias que se hallan
en niveles superiores. Esta capacidad de ver en vinculación
niveles de realidad distintos y complementarios otorga a sus
escritos, desde los comienzos, una peculiar elevación
y un espíritu constante de superación espiritual.
Este rasgo motivó el interés de André Gide
por las primeras obras de Saint-Exupéry: "... El
sentimiento del deber domina a Rivière: `El oscuro sentimiento
de un deber, más grande que el de amar'. Que el hombre
no encuentra su finalidad en sí mismo, sino que se subordina
y sacrifica a yo no sé qué que lo domina y de
lo que vive. Me agrada encontrar de nuevo aquí ese `oscuro
sentimiento' que hacía exclamar paradójicamente
a mi Prometeo: `Yo no amo al hombre; amo lo que le devora'.
Esta es la fuente de todo heroísmo: `Actuamos, pensaba
Rivière, como si algo sobrepasase en valor a la vida
humana... Pero ¿qué es ese algo?' " Cf. Vol
de nuit, Gallimard, París 1931, p. 12; Vuelo nocturno,
J. Janés, Barcelona 1951, p. 10.

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