La
falta de creatividad
envilece,
rebaja de rango
La
característica básica del ser humano, la que
lo distingue del animal es su capacidad de ver los seres del
entorno como realidades, no como meros estímulos, y
captar las posibilidades que nos ofrecen en orden a realizar
un juego creador, tomar iniciativas, asumir responsabilidades,
sentirse en cierta medida dueño del propio destino,
en cuanto uno va optando por unas posibilidades y desechando
otras, a fin de dar una configuración determinada a
la figura de la propia personalidad. Esta capacidad de ver
y tratar un ser como fuente de posibilidades es la libertad.
De
esta libertad, así entendida, carece Gregorio Samsa,
un corredor de comercio que no ama su oficio, lo considera
como mero medio para ganar dinero y sostener la familia, y
lo ejerce casi de modo mecánico obedeciendo rígidamente
órdenes, consignas y horarios de forma medrosa3.
El trabajo, que ocupa la mayor parte de su vida, no significa
para Gregorio un auténtico campo de juego. Toda
su ilusión es poder llegar a abandonarlo.
«Si no me retuviera a causa de mis padres, hace tiempo
que hubiera comunicado mi cese» (12, 57).
Es
un tipo de trabajo cansado, monótono, incómodo,
sórdido, y no ofrece siquiera la compensación
de un trato humano de cierta calidad:
«...
Relaciones humanas siempre cambiantes, nunca duraderas,
incapaces de llegar a ser verdaderamente cordiales. ¡Al
diablo con todo esto!» (11, 57).
En
el mundo del comercio en el que se movía Gregorio no
se daban las condiciones que exige el encuentro interhumano:
confianza mutua (13-14, 58), flexibilidad en el trato, respeto
a la persona... Todo valor era pospuesto al interés
económico.
«... Nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia,
como se quiera, debemos a menudo hacer caso omiso de ligeras
indisposiciones en atención a los negocios» (23,
62).
Esta
manifestación fue hecha ante los padres de Gregorio
por el Principal de éste, un personaje que representa
en la obra el espíritu de la profesión. Por
moverse en nivel objetivista, infralúdico, no creador,
el Principal -que aparece sintomáticamente despojado
de nombre propio, que responde a la condición personal,
y es designado enfáticamente con un término
relativo a la función que ejerce- podría muy
bien, a juicio de Gregorio, padecer una metamorfosis semejante
a la suya (21-22, 61). Este pormenor, aparentemente anodino
e incluso arbitrario o fantástico, arroja luz sobre
el sentido más hondo de toda la obra.
Para
Gregorio, la actividad laboral era solamente un medio para
un fin: sostener la familia y redimirla de la desesperación
provocada por un desastre económico. Si en el trabajo
no podía realizarse como persona, por faltar las posibilidades
creadoras de auténticas formas de encuentro, el sentirse
útil a la familia y provocar la alegría de todos
en el momento de entregar su aportación económica
significaba para él una fuente de gratificación
personal, algo hermoso y festivo, porque venía a ser
un esbozo, siquiera fugaz, de encuentro personal (51-52, 75).
La costumbre, sin embargo, fue enfriando poco a poco este
entusiasmo primero, excepto en la hermana (52, 75).
A
pesar de esta inicial relación de encuentro con sus
familiares, Gregorio no se entrega nunca a una actividad verdaderamente
creadora. Alimenta secretamente el «lindo sueño» de
enviar algún día a su hermana a estudiar en
el conservatorio de música de Praga, la capital, (52,
75), pero, cuando está en casa, apenas sale, se sienta
a la mesa y no entra en juego; se limita a leer el periódico
en silencio o a estudiar itinerarios (23, 62).
La
transformación del cuerpo
La
metamorfosis afecta al cuerpo de Gregorio, no a su espíritu.
El cuerpo simboliza aquí el elenco de posibilidades
elementales que uno necesita para vivir una vida creadora.
Gregorio puede pensar, sentir, desear, hacer proyectos, acomodarse
a una situación, oír y ver, pero presenta un
aspecto repugnante y carece de facilidad de movimientos para
llevar una vida normal. De suyo, el cuerpo es el lugar viviente
de presencialización de la persona, de su instalación
receptivo-activa en el mundo, de su encuentro con las realidades
capaces de entreverarse. Después de la transformación,
el cuerpo de Gregorio es algo extraño para él
mismo y para los demás y constituye un elemento opaco
que lo escinde del mundo exterior y lo condena a una asfixia
lúdica. El sentido de su vida anterior había
radicado en sostener a la familia económicamente. A
partir de ahora no sólo no podrá resolver el
problema familiar, sino que será un obstáculo
decisivo para buscar una salida, aunque sea tan precaria como
alquilar las mejores habitaciones del hogar a unos huéspedes
exigentes.
Ello
explica la evolución sufrida por los familiares en
su modo de reaccionar ante la situación creada por
la metamorfosis. Al principio, los familiares, acuciados por
el Principal, se sienten hondamente preocupados por Gregorio;
más tarde, lo tratan con cierto cuidado, sobre todo
la hermana, que se brinda a facilitarle comida y a disponer
la habitación de modo que pueda desarrollar en alguna
medida las actividades propias de un insecto, como es trepar
por las paredes. Sólo una asistenta se atreve a aplicarle
el nombre de «bicho», que los familiares evitan porque el
lenguaje da cuerpo a las realidades que expresa y las hace
aparecer ante los ojos con toda su fuerza. El padre, fuera
de sí debido al horror que le produce la figura de
Gregorio, lo agrede y lo deja malherido, privado incluso de
la escasa movilidad que poseía. Su madre intercede
por él y se esfuerza, lo mismo que su hermana, Grete,
por conseguir sobrellevar la situación (75, 85).
La
transformación del espíritu
Poco
después, sin embargo, cuando observan que la presencia
de Gregorio les impide tener huéspedes e incluso criadas,
ambos familiares empiezan a tratarlo sin cariño alguno
(82, 87) y convierten su habitación en una trastera
(87, 89). En un momento de irritación, Grete, la hermana,
le había llamado por su nombre de pila: «¡Ojo, Gregorio!»
(68, 82). Esto implicaba un contraste desgarrador, porque
un nombre propio sólo se aplica en rigor a las personas,
pero aquí significaba una firme voluntad por parte
de la joven de no hacerse a la nueva situación ni seguir
esperando una salida airosa. Ahora se niega a seguir teniendo
en su casa a un hombre-insecto, pues tal mezcla absurda es
insostenible. Hay que decidirse a aceptar el nuevo orden de
cosas y tomar las medidas pertinentes para abrir algún
horizonte hacia el futuro.
«Queridos
padres (...), esto no puede seguir así. Si vosotros
no lo comprendéis, yo lo comprendo. Ante este monstruo,
no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano;
y, por tanto, sólo digo esto: debemos deshacernos
de él. Hemos hecho lo humanamente posible para
cuidarlo y tolerarlo; yo creo que nadie puede hacernos
el menor reproche» (97, 97).
Los
esfuerzos de los familiares por no considerar a Gregorio como
a un «enemigo» (76, 85) acaban debilitándose hasta
la extinción. Grete, la que más interés
parecía poner en cuidar a Gregorio, es la que toma
la iniciativa en orden a deshacerse de él, por miedo
a que su presencia cause un daño irreparable a la salud
de sus padres (98, 94).
«Debe irse, gritó la hermana . Es la única
salida, padre. No tienes más que desechar la idea
de que es Gregorio. El haberlo creído tanto tiempo,
eso es propiamente nuestra desgracia. Pero ¿cómo
puede ser esto Gregorio? Si fuera Gregorio, ya hace tiempo
que hubiese comprendido que no es posible que unos seres
humanos convivan con semejante animal y se hubiera ido
voluntariamente. No tendríamos al hermano, pero
podríamos seguir viviendo, y honraríamos
su recuerdo. Mientras que, así, este animal nos
persigue, echa a los huéspedes, quiere abiertamente
apoderarse de toda la casa y dejarnos a dormir en la calle»
(99-100, 94-95).
En
virtud de esta decisión de la hermana respecto a Gregorio,
éste queda fuera de juego en la familia. Los tres familiares
se reducen a mirarlo «tristes y pensativos» (101, 95). Ni
siquiera lo azuzan con palabras o gritos para que vuelva a
la habitación (101-102, 95). Kafka anota con impresionante
laconismo irónico: «...Nadie le apresuraba; se le dejaba
en entera libertad» (101, 95). Este género de «libertad»
y autonomía que se le concedía iba unido con
la carencia casi absoluta de todo movimiento. Recogiendo sus
últimas fuerzas, Gregorio se arrastró hacia
su habitación y dirigió una última mirada
rápida a su madre, «que, por fin, se había quedado
dormida», es decir, entregada a una falta total de iniciativa
y creatividad respecto al hijo menesteroso (102, 95). Grete
se apresuró a cerrar la puerta con llave, suspirando
de alivio. Gregorio «muy pronto hubo de convencerse de que
le era en absoluto imposible moverse» (102, 96). Se hallaba
en el grado cero de creatividad. Por eso, aun pensando
«con emoción y cariño en los suyos», «hallábase,
a ser posible, aún más firmemente convencido
que su hermana de que tenía que desaparecer» (103,
96).
«Y
en tal estado de apacible meditación e insensibilidad
permaneció hasta que el reloj de la iglesia
dio las tres de la madrugada. Todavía pudo
vivir aquel comienzo del alba que despuntaba detrás
de los cristales. Luego, a pesar suyo, su cabeza hundióse
por completo y su hocico despidió débilmente
su postrer aliento»(103, 93).
El
cerco a que se vio sometido en el aspecto lúdico-creador
acaba de provocarle la asfixia espiritual, y lógicamente
tenía que perecer. Desear que una persona deje de existir
es el polo opuesto al amor y destruye, por consiguiente, toda
posibilidad de encuentro personal; produce una «desambitalización»
absoluta. Gregorio había confiado siempre en su hermana.
Al romperse del todo su ámbito de convivencia con ella,
su grado de desvalimiento se hizo total y su vida lúdica
quedó achicada hasta la anulación. Lo que
perece al morir el Gregorio-insecto es el último resto
de posibilidad creadora que le quedaba al Gregorio-persona.
Desaparecido
Gregorio, el hogar vuelve a ser un lugar de encuentro para
los familiares. Se prescinde de los huéspedes, a fin
de tener un ambiente de intimidad, y se hacen planes para
el futuro. Esta apertura de un nuevo horizonte prometedor
queda expresada en el viaje en tranvía que hacen los
padres y la hermana un día de sol, a cuya luz resplandecen
las nuevas formas de «muchacha bella y lozana» que ha adquirido
últimamente la pequeña (112, 99).