La
ceguera y la creación de ámbitos humanos
En
la ardiente oscuridad se desarrolla en un centro-modelo
para ciegos. El director, don Pablo, es el inspirador del espíritu
del centro y el configurador de la nueva orientación
pedagógica que lo caracteriza. Frente a la secular tendencia
a considerar a los ciegos como personas incapaces de valerse
en la vida y, por tanto, indigentes hasta la mendicidad, tiende
don Pablo a exagerar las posibilidades de quienes carecen
del sentido de la vista.
«Los
ciegos, o simplemente invidentes, como nosotros decimos,
podemos llegar donde llegue cualquiera. Ocupamos empleos,
puestos importantes en el periodismo y en la literatura,
cátedras... Somos fuertes, saludables, sociables...
Poseemos una moral de acero».2
Bien
secundado por su esposa, doña Pepita, que no es ciega,
don Pablo ha logrado imponer su pedagogía en tal forma
que los residentes se han liberado de todo complejo de inferioridad,
se sienten seguros de sí mismos, caminan por el centro
con facilidad, apenas sin vacilaciones y tanteos, y parecen
felices. Buero Vallejo anota:
«La
ilusión de normalidad es, con frecuencia, completa,
y el espectador acabaría por olvidar la desgracia
física que los aqueja si no fuese por un detalle
irreductible, que a veces se la hace recordar: estas gentes
nunca se enfrentan con la cara de su interlocutor» (18).
Se
trata de una «ilusión de normalidad» porque, de hecho,
los ciegos carecen de un sentido tan importante como es la vista.
En el recinto acotado y confiado del edificio se mueven con
seguridad sin la ayuda del bastón. Pero pronto alguien
pone en el ambiente la nota dramática al resaltar la
dificultad que implica andar por la calle. Miguel, uno de los
residentes ciegos, llega de vacaciones y dice a sus compañeros.
«Lo
he pasado formidable, chicos, formidable. ¡Pero tenía
unas ganas de estar con vosotros! Es mucha calle la calle,
amigos. Aquí se respira. En cuanto he llegado, ¡zas!,
el bastón al conserje» (19).
El
centro constituye para los ciegos un refugio donde pueden fundar
diversos tipos de relaciones: relaciones espaciales con el entorno
y relaciones de amistad con los compañeros. Al crear
con cierta facilidad estos ámbitos de convivencia, los
ciegos acotan un espacio vital y desarrollan en él su
personalidad. En el campo abierto de la ciudad no se sienten
a resguardo porque no son capaces de dominar el espacio y orientarse
debidamente. La apertura es para ellos desamparo. El ciego camina
con las manos por delante o tanteando el terreno más
próximo con el bastón en actitud defensiva. Las
realidades del entorno le permanecen desconocidas, distantes,
potencialmente hostiles. Al no estar encuadradas en un campo
de juego o ámbito, pueden convertirse en obstáculos
en el camino. El ciego se mueve puntualmente, de instante a
instante, de sitio en sitio, con un espacio lúdico muy
reducido.
En
la residencia, sin embargo, los ciegos tienen tomadas las distancias
y convierten el espacio en un campo de juego, en el que
fundan muy diversas relaciones. Así, Carlos ha iniciado
relaciones amorosas con Juana, y Miguel, con Elisa. Entre todos
los internos la vida transcurre serena e incluso alegre. Pero
he aquí que, cuando se disponen a acudir a la apertura
de curso, un grupo de ciegos que están bromeando entre
sí oyen golpes de bastón. Se crea un clima de
expectación muy propio de un centro de invidentes. A
los pocos minutos, descubren que se trata de un nuevo alumno
que se niega a prescindir de la ayuda del bastón. Cuando
le preguntan qué busca allí, contesta displicente:
«Nada,
dejadme. Yo..., soy un pobre ciego» (21).
Los
veteranos toman a broma esta expresión, pero Ignacio,
el nuevo residente, insiste en ella: «¡Os digo que soy ciego!»
Miguel, siempre alegre y bullidor, le increpa: «¡Qué
bien te has aprendido la palabrita! ¡Largo!». Ignacio responde
con mordaz ironía: «Pero, ¿es que no lo veis?» (22).
Ignacio
introduce, sin piedad, la palabra decisiva: ciego. Las
características que desde antiguo han mostrado los que
carecen de vista -discriminación, desamparo, aislamiento,
miseria y tinieblas- se adensan en esta breve palabra, tan ligada
en la tradición española a circunstancias penosas.
El ciego-mendigo es un tipo que recorre las páginas
de nuestra literatura con un acento más bien amargo y
una reputación harto dudosa. Los ciegos de este centro
modelo se llaman a sí mismos «invidentes», para liberarse
-mediante el uso de esta palabra culta- de la carga de connotaciones
que lleva consigo, como un fardo, la palabra «ciego». Ellos
carecen de vista, pero no son unos «ciegos» -entre comillas-;
es decir, su personalidad no responde a la figura tradicional
del «ciego», como tipo social.
Pero
no sólo quieren superar los condicionamientos que vienen
del pasado, sino la actitud de apocamiento frente al futuro.
El ciego suele ser considerado y -lo que es peor- suele considerarse
a sí mismo como un ser desvalido, incapaz de enfrentarse
a las tareas de la vida por sí solo. También en
este aspecto los invidentes del centro se niegan a ser encasillados
en la categoría de «ciegos». Han acotado un campo de
juego, y en él se esfuerzan por moverse con normalidad,
con la libertad creadora que muestra el común de los
seres humanos.
No
así Ignacio, que vive obsesionado por la desgracia de
carecer del sentido de la vista. Pondera en su imaginación
las excelencias de la luz, del tipo de apertura vital que significa
el ver, y no se resigna a vivir desplazado de este reino de
felicidad.
Se
entreveran aquí colisionalmente dos actitudes extremistas
ante un mismo fenómeno: la carencia de la vista. Los
residentes veteranos, y de modo singular don Pablo, Miguel y
Carlos, consideran que son como los demás hombres: fuertes,
seguros de sí mismos, capaces de ocupar cualquier puesto
en la sociedad. Al pensar así, exageran y plantean mal
el problema. Es una ilusión vana estimar que poseen las
mismas posibilidades de acción que los hombres dotados
del sentido de la vista. Un ciego de nacimiento ni siquiera
puede hacerse una idea exacta de las virtualidades que tal sentido
concede al hombre. Constituye, sin embargo, una intuición
válida por su parte adivinar que tal carencia no anula
en ellos totalmente la capacidad creativa. Cuando el padre de
Ignacio, dentro de la perspectiva tradicional, muestra compasión
por los ciegos y exclama: «Todos estos chicos ¡pobrecillos!
son ciegos. ¡No ven nada!», don Pablo se apresura a decirle:
«En
cambio oyen y se orientan mejor que usted. (Los estudiantes
asienten con rumores). Por otra parte -agrega irónicamente-,
no crea que es muy adecuado calificarlos de pobrecillos...»
(25).
En
efecto, el hombre tiene un poder singular para desarrollar de
modo insospechado las facultades que posee cuando se ve limitado
en algún aspecto. Es incluso posible que una persona
carente de potencias al parecer indispensables para el despliegue
de la personalidad -como es la facultad de ver- alcance una
madurez de espíritu muy superior a la de quienes disfrutan
de todos sus sentidos. El caso de Helen Keller, sordomuda ciega,
es sobradamente expresivo y aleccionador.
La
otra actitud extremista, no equilibrada, es la que muestra Ignacio.
Se obstina en lamentar la desgracia que supone su alejamiento
de la luz, y no toma en consideración las posibilidades
creadoras de todo orden que le ofrecen los demás sentidos,
que posee en grado normal. Como de la actividad creadora brota
el gozo, se niega a entrar en «la región de la alegría»
-en frase de Juana-, y califica de absurda, falta de sentido
y realismo, la felicidad que muestran don Pablo y sus aventajados
y sumisos discípulos.
«Alegremente
es la palabra de la casa. Estáis envenenados de alegría.
Y no era eso lo que pensaba yo encontrar aquí. Creí
que encontraría... a mis verdaderos compañeros,
no a unos ilusos» (37).
Ignacio
no adopta esta actitud crítica de forma espontánea,
irreflexiva. Cree firmemente que constituye la verdad, la única
verdad que responde a su situación real. Obviamente,
está en lo justo si consideramos su ser humano desde
una perspectiva objetivista, no creativa.
Tiene una carencia efectiva y se ve privado de unas posibilidades
extraordinariamente valiosas. Sin embargo, a la luz de una consideración
lúdica, su posición es equivocada, por ser
unilateral; no tiene en cuenta que una carencia, aunque sea
muy dolorosa, no significa una amputación total de la
potencialidad creadora. Y la personalidad humana pende de la
creatividad.
Al
sentirse en posesión de la verdad, Ignacio inicia una
labor proselitista. Quiere que sus compañeros sean auténticos,
vivan en la verdad y no en la mentira de una ilusión
falsa. Como primer signo de su enfrentamiento a la pedagogía
del centro, se niega a prescindir del bastón. El bastón
es para los ciegos un punto de unión con el entorno,
un medio de orientación, de ajuste y defensa. Eso le
confiere un alto valor simbólico. Usar bastón
o prescindir de él simboliza toda una actitud, actitud
de desvalimiento, en un caso, y de seguridad confiada, en otro.
Ante
el inconformismo e inadaptación agresiva de Ignacio,
los residentes reaccionan del único modo adecuado posible:
intentan convencerlo de que es viable un ajuste creador del
ciego a la realidad. Para infundirle la «famosa moral de acero",
propia del centro, don Pablo considera que los compañeros
deben ofrecer a Ignacio la posibilidad de «una camaradería
verdadera, que le alegre el corazón» (33). En la misma
línea, Juana propone como solución para Ignacio
buscarle una novia (34). Las relaciones amorosas -cuando son
auténticas- constituyen una forma elevada de creatividad.
Pero el ser humano, si ha de ser creador, debe «romper sus murallas
interiores» (33), como sugiere agudamente don Pablo. Esta ruptura
no va a ser posible en el caso de Ignacio, que tiene ya tomadas
sus posiciones y se niega a operar el cambio de mentalidad que
exige la actividad creadora. Ignacio se mueve en nivel objetivista
y, cuando en el segundo acto se interna en el ámbito
amoroso, lo hace con espíritu posesivo y competitivo.
Esta violenta actitud reduccionista provocará la tragedia
final.
Unos
y otros le invitan constantemente a iniciar una vida creadora,
pero Ignacio responde ariscamente desde su obsesiva preocupación
por el defecto físico que lo aqueja. Una y otra vez actúa
de modo reduccionista, y plantea el problema en un nivel
inferior al que sería justo, que es el creativo. Por
eso, a la posible alegría que llevaría consigo
la creatividad opone Ignacio abruptamente el sufrimiento de
la ceguera, que a su juicio no puede sino llevar a la desesperación
(38). Juana, dulce y bienintencionada, se siente impotente ante
este joven de temple granítico, que parece extrañamente
inquieto. Le ruega que no abandone la residencia. Ignacio accede
y confiesa, desgarrado, su convencimiento de que ello acarreará
la escisión del centro, el desmoronamiento de todos los
ámbitos que se habían pacientemente fundado entre
sus paredes acogedoras.
«Hacéis
mal negocio. Porque vosotros sois demasiado pacíficos,
demasiado insinceros, demasiado fríos. Pero yo estoy
ardiendo por dentro; ardiendo con un fuego terrible, que
no me deja vivir y que puede haceros arder a todos... Ardiendo
en esto que los videntes llaman oscuridad, y que es horrorosa...,
porque no sabemos lo que es. Yo os voy a traer guerra, y
no paz». «La guerra que me consume os consumirá»
(39).
Decir
la verdad al precio que sea es el propósito y la meta
de los «filósofos de la sospecha», los «desenmascaradores»
que presumen estar en posesión de la verdad auténtica
más allá de falsas ilusiones seculares. Proclamar
la verdad es un deber, indudablemente, pero, cuando se presiente
que tal proclamación causará graves conmociones,
se impone pensar si este efecto destructivo no vendrá
determinado por la unilateralidad de nuestro modo de ver lo
real. La realidad es muy compleja, y la verdad, consiguientemente,
es polifónica; presenta diversas vertientes que
deben ser integradas. Se cuenta que, al llegar por primera vez
a Nueva York para exponer su pensamiento, Freud le susurró
al oído a un amigo que había acudido a esperarlo:
«Les traigo la peste». Una doctrina novedosa puede actuar
sobre el público como una peste o bien como una
vacuna. Esta provoca una reacción saludable, e
inmuniza. Aquélla, la peste, causa estragos irreparables.
La historia de la filosofía moderna y contemporánea
muestra diferentes ejemplos de pensadores que se presentaron
como heraldos de la verdad pura y simple frente a los dogmatismos
anteriores, pero se mostraron impermeables a los aspectos de
la realidad destacados con todo acierto por los pensadores impugnados,
y se convirtieron en portavoces intransigentes del dogmatismo
de la duda y el escepticismo.
La
actitud de rebeldía, cuando se apoya en medias verdades,
tiene un poder temible de sugestión. Las palabras ardientes
de Ignacio provocaron en Juana y en los demás residentes
una conmoción espiritual tan honda que alteró
todas sus actitudes y relaciones. Este efecto contundente queda
plasmado de forma sensible en la indecisión de Juana,
que, al final del acto primero, no sabe si ir hacia Ignacio
o hacia Carlos. Este -siempre tan confiado y seguro- aparece
ahora indeciso, solo, adelantando los brazos para palpar el
aire (40).
El
trastrueque de ámbitos y actitudes
En
el acto segundo, la «moral de acero» de los residentes ha cedido
el puesto a una actitud de duda y de lucha. Los ciegos sienten
una especie de fascinación hacia la figura dramática
de Ignacio y empiezan a preferir el dolor de la verdad al consuelo
de la ilusión falaz. Han perdido la confianza que tenían
en sí mismos, tanto en sus actividades cotidianas como
en lo más hondo de sus conciencias. Saben que son ciegos
y sienten la angustia de estar privados de las posibilidades
insospechadas que implica el ver. Esta atención insistente
a su menesterosidad crea un clima de tensión, que se
manifiesta en la depresión moral del director y en el
enfriamiento de las relaciones entre Juana y Carlos, Elisa y
Miguel.
Entre
los residentes empieza a cundir la opinión de que hubiera
sido preferible que Ignacio hubiese abandonado el centro. Juana
siente cierto pesar por haberlo retenido, pero intenta redimirlo
de la desesperación mediante el encuentro y la bondad.
Carlos es el único que toma la actitud belicosa de Ignacio
como un reto, y lo acepta con agresividad no disimulada.
«Carlos: Ignacio
nos ha demostrado que la cordialidad y dulzura son inútiles
con él. Es agrio y despegado... ¡Está enfermo!
Responde a la amistad con maldad.
Juana: Está
intranquilo; carece de paz interior...
Carlos: No
tiene paz ni la quiere. (pausa breve). ¡Tendrá guerra!
Juana: (Agitada).
¿Guerra?
Carlos: ¿Qué
te pasa?
Juana: Has
pronunciado una palabra... tan odiosa... ¿No es mejor siempre
la dulzura?
Carlos: No
conoces a Ignacio. En el fondo es cobarde; hay que combatirle.
¡Quién nos iba a decir cuando vino que, lejos de
animarle, nos desuniría a nosotros! Porque perdemos
posiciones, Juana. Posee una fuerza para el contagio con
la que no contábamos» (43).
Realizar
una actividad disolvente no es difícil cuando se opera
sobre una situación menesterosa o incluso dramática,
como es la de los ciegos. De ahí la misteriosa fuerza
magnética que parece irradiar Ignacio sobre sus compañeros,
que poco a poco se van impregnando, sin querer, de su espíritu
atormentado y pesimista, amargamente crítico. Sus conversaciones
se polarizan ahora en torno al hecho de la ceguera, y cada uno
proyecta sobre esta circunstancia común su propio modo
de ser. Así, por ejemplo, Miguel se entretiene en elaborar
argumentaciones falaces para provocar la hilaridad de los demás
y quitar importancia a las inquietantes manifestaciones que
acaba de hacer Ignacio sobre la ceguera.
«Ignacio: Es
abominable que la mayoría de las personas, sin valer
más que nosotros, gocen, sin mérito alguno,
de un poder misterioso que emana de sus ojos y con el que
pueden abrazarnos y clavarnos el cuerpo sin que podamos
evitarlo. Se nos ha negado ese poder de aprehensión
de las cosas a distancia, y estamos por debajo, ¡sin motivo!,
de los que viven ahí fuera.
Andrés: Acaso
tengas razón... Yo también he pensado mucho
en estas cosas. Y creo que en la ceguera no sólo
carecemos de un poder a distancia, sino de un placer también.
Un placer maravilloso, seguramente. ¿Cómo supones
tú que será?» (46).
A
estas consideraciones amargas, Miguel opone la fuerza de un
razonamiento jocoso:
«(...)
Nada de eso importa, porque a mí se me ha ocurrido
hoy una idea genial (...): Nosotros no vemos. Bien. ¿Concebimos
la vista? No. Luego la vista es inconcebible. Luego los
videntes no ven tampoco (...). ¿Verdad que es gracioso?»
(47).
Ignacio,
sonriente, le responde:
«Sí.
Tú has sabido ocultar entre risas, como siempre,
lo irreparable de tu desgracia» (47).
Elisa
no comparte la alegría de Miguel, su novio, del que se
halla ahora distanciada por culpa de Ignacio. Su manifestación
de odio hacia éste choca con la dulzura y el afán
de comprensión que muestra Juana. Esta, poco después,
se verá arrastrada por Ignacio a iniciar una relación
de intimidad amorosa que ella no acaba de atreverse a fundar.
Ignacio, para conseguir la aceptación de Juana, no duda
en malquistar a ésta con su novio, Carlos, al que injuria
y juzga infundadamente.
La
nostalgia dramática de la visión
El
tercer acto comienza mostrándonos el estado de desmoronamiento
espiritual en que ha caído el centro. Sobre el telón
de fondo de la tristeza y el abatimiento de todos los residentes,
destaca la decisión con que Carlos intenta enfrentarse
a Ignacio, que una vez y otra ha rehuido ajustarse a la orientación
creadora que él le sugería (48-53). Intenta convencer
a Ignacio de que abandone el centro por bien de todos. Ignacio,
sin embargo, no cede y trata de incrementar en Carlos el sentimiento
de pena por no ver. Con palabras exaltadas, canta un himno a
la belleza del universo.
«Me
duele como una mutilación propia vuestra ceguera;
¡me duele, a mí, por todos vosotros! (con arrebato).
¡Escucha! ¿No te has dado cuenta al pasar por la terraza
de que la noche estaba seca y fría? ¿No sabes lo
que eso significa? No lo sabes, claro. Pues eso quiere decir
que ahora están brillando las estrellas con todo
su esplendor, y que los videntes gozan de la maravilla de
su presencia. Esos mundos lejanísimos están
ahí (...) tras los cristales, al alcance de nuestra
vista... ¡si la tuviéramos! (breve pausa).
Pues yo las añoro, quisiera contemplarlas; siento
gravitar su dulce luz sobre mi rostro ¡y me parece que casi
las veo! » (68-69).
Carlos
se muestra despechado respecto a Ignacio. Se niega a reconocer
que le causa algún tipo de sufrimiento y que siente inquietud
ante sus incitaciones a la desesperación. Cuando Ignacio
se exalta elogiando el don de la vista y la alegría de
la luz, le acusa de tener «instinto de muerte» y querer amenguar
en ellos el ansia de vivir su vida, la parcela de existencia,
dura y amargada, que les ha sido concedido vivir.
«Todos
luchábamos por la vida aquí... hasta que tú
viniste. ¡Márchate!» (71).
Carlos
se enfrenta a Ignacio por una noble razón ideológica:
la defensa de la pedagogía del centro y la paz de los
residentes. Pero este motivo se cruza con otro de interés
personal: el amor perdido de Juana. Así lo declara duramente
Ignacio:
«Buen
abogado de la vida eres. No me sorprende. La vida te rebosa.
Hablas así y quieres que me vaya por una razón
bien vital: ¡Juana!» (71).
En
verdad, Carlos lucha tanto por una idea como por una mujer.
Pero lo mismo Ignacio. Buero Vallejo anota:
«Es
constante humana mezclar de forma inseparable la lucha por
los ideales con la lucha por nuestros egoísmos; a
veces sólo luchamos por éstos cuando decimos
o creemos combatir por aquellos».3
Carlos
e Ignacio se disputan la posesión de Juana. El
afán de poseer es violento y fuente de violencia, de
tenacidad en la lucha, de fiereza implacable en las actitudes.
En la discusión respecto a Juana, Ignacio insulta gravemente
a Carlos. Tras llamarle hipócrita y declarar que miente,
agrega:
«Ya
entonces no era totalmente tuya, y tú lo presentías.
Pues bien: ¡Quiero a Juana! Es cierto. Tampoco yo estoy
desprovisto de razones vitales. ¡Y por ella no me voy! Como
por ella quieres tú que me marche. (Pausa breve).
Te daré una alegría momentánea: Juana
no es aún totalmente mía» (72).
Las
cartas están ahora boca arriba. Con ello, el clímax
dramático se agudiza y la catástrofe se hará
inevitable al abrirse un abismo de incomprensión entre
Carlos e Ignacio, que se acaba de convertir para aquél
en el obstáculo por excelencia.
«Te
marcharás de aquí sea como sea, advierte Carlos
fríamente» (72).
Roto
el débil lazo que los unía, no tiene sentido que
Ignacio invite a Carlos a acompañarle al campo.
«¡No,
no quiero acompañarte! Nunca te acompañaré
a tu infierno. ¡Que lo hagan otros!» (73).
Carlos
se entrega al vértigo del resentimiento y provoca
la muerte de Ignacio. Al faltar el polo que tensionaba el ambiente,
todo parece volver a la situación primera de normalidad.
Incluso se reinstauran de nuevo los ámbitos de relación
amorosa entre Elisa y Miguel, Juana y Carlos. Los residentes
sienten una sensación de alivio al no verse instados
a mantener por más tiempo una tesitura espiritual tan
alta. Podría pensarse que Carlos, al fin, se proclamaba
vencedor. En nivel objetivista, había desplazado definitivamente
a su contrincante y tenía el camino expedito para el
logro de sus fines. Pero, en el nivel del juego humano más
hondo, los límites entre el éxito y el fracaso,
la vida y la muerte, dominar y ser dominado son más difíciles
de trazar. Doña Pepita lo presiente cuando le indica
serenamente a Carlos:
«Y
usted no quiere amistad, ni paz. No quiere paz ahora. Porque
cree haber vencido, y eso le basta. Pero usted no ha vencido,
Carlos; acuérdese de lo que le digo... usted no ha
vencido» (85).
Carlos,
tras descubrir con un gesto brusco el rostro del cadáver
de Ignacio, se acerca al ventanal «como atraído por una
fuerza extraña», y se queda inmóvil a la luz de
las estrellas. Con voz vibrante de emoción murmura:
«...
Y ahora están brillando las estrellas con todo su
esplendor, y los videntes gozan de su presencia maravillosa.
Esos mundos lejanísimos están ahí tras
los cristales (...) al alcance de nuestra vista... ¡si la
tuviéramos...!» (86).
Carlos
utiliza las misma frases de Ignacio para expresar un común
anhelo de visión y de luz. Obviamente, ha sido vencido
por el espíritu de Ignacio, y queda lanzado a una inquieta
búsqueda de la verdad, más allá de todo
sereno conformismo.
2 .
Cf. En la ardiente oscuridad, Magisterio Español 1967,
p. 25. Citaré por esta edición, en el texto.
3. Cf.Comentario,
Madrid 1961, p. 9.

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