Programa de Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación
(P.N.T.I.C.)
 

Unidad 15ª: Análisis de "EN LA ARDIENTE OSCURIDAD", de Antonio Buero Vallejo (1916)

4. Experiencias decisivas de la obra

La ceguera y la creación de ámbitos humanos

En la ardiente oscuridad se desarrolla en un centro-modelo para ciegos. El director, don Pablo, es el inspirador del espíritu del centro y el configurador de la nueva orientación pedagógica que lo caracteriza. Frente a la secular tendencia a considerar a los ciegos como personas incapaces de valerse en la vida y, por tanto, indigentes hasta la mendicidad, tiende don Pablo a exagerar las posibilidades de quienes carecen del sentido de la vista.

«Los ciegos, o simplemente invidentes, como nosotros decimos, podemos llegar donde llegue cualquiera. Ocupamos empleos, puestos importantes en el periodismo y en la literatura, cátedras... Somos fuertes, saludables, sociables... Poseemos una moral de acero».2

Bien secundado por su esposa, doña Pepita, que no es ciega, don Pablo ha logrado imponer su pedagogía en tal forma que los residentes se han liberado de todo complejo de inferioridad, se sienten seguros de sí mismos, caminan por el centro con facilidad, apenas sin vacilaciones y tanteos, y parecen felices. Buero Vallejo anota:

«La ilusión de normalidad es, con frecuencia, completa, y el espectador acabaría por olvidar la desgracia física que los aqueja si no fuese por un detalle irreductible, que a veces se la hace recordar: estas gentes nunca se enfrentan con la cara de su interlocutor» (18).

Se trata de una «ilusión de normalidad» porque, de hecho, los ciegos carecen de un sentido tan importante como es la vista. En el recinto acotado y confiado del edificio se mueven con seguridad sin la ayuda del bastón. Pero pronto alguien pone en el ambiente la nota dramática al resaltar la dificultad que implica andar por la calle. Miguel, uno de los residentes ciegos, llega de vacaciones y dice a sus compañeros.

«Lo he pasado formidable, chicos, formidable. ¡Pero tenía unas ganas de estar con vosotros! Es mucha calle la calle, amigos. Aquí se respira. En cuanto he llegado, ¡zas!, el bastón al conserje» (19).

El centro constituye para los ciegos un refugio donde pueden fundar diversos tipos de relaciones: relaciones espaciales con el entorno y relaciones de amistad con los compañeros. Al crear con cierta facilidad estos ámbitos de convivencia, los ciegos acotan un espacio vital y desarrollan en él su personalidad. En el campo abierto de la ciudad no se sienten a resguardo porque no son capaces de dominar el espacio y orientarse debidamente. La apertura es para ellos desamparo. El ciego camina con las manos por delante o tanteando el terreno más próximo con el bastón en actitud defensiva. Las realidades del entorno le permanecen desconocidas, distantes, potencialmente hostiles. Al no estar encuadradas en un campo de juego o ámbito, pueden convertirse en obstáculos en el camino. El ciego se mueve puntualmente, de instante a instante, de sitio en sitio, con un espacio lúdico muy reducido.

En la residencia, sin embargo, los ciegos tienen tomadas las distancias y convierten el espacio en un campo de juego, en el que fundan muy diversas relaciones. Así, Carlos ha iniciado relaciones amorosas con Juana, y Miguel, con Elisa. Entre todos los internos la vida transcurre serena e incluso alegre. Pero he aquí que, cuando se disponen a acudir a la apertura de curso, un grupo de ciegos que están bromeando entre sí oyen golpes de bastón. Se crea un clima de expectación muy propio de un centro de invidentes. A los pocos minutos, descubren que se trata de un nuevo alumno que se niega a prescindir de la ayuda del bastón. Cuando le preguntan qué busca allí, contesta displicente:

«Nada, dejadme. Yo..., soy un pobre ciego» (21).

Los veteranos toman a broma esta expresión, pero Ignacio, el nuevo residente, insiste en ella: «¡Os digo que soy ciego!» Miguel, siempre alegre y bullidor, le increpa: «¡Qué bien te has aprendido la palabrita! ¡Largo!». Ignacio responde con mordaz ironía: «Pero, ¿es que no lo veis?» (22).

Ignacio introduce, sin piedad, la palabra decisiva: ciego. Las características que desde antiguo han mostrado los que carecen de vista -discriminación, desamparo, aislamiento, miseria y tinieblas- se adensan en esta breve palabra, tan ligada en la tradición española a circunstancias penosas. El ciego-mendigo es un tipo que recorre las páginas de nuestra literatura con un acento más bien amargo y una reputación harto dudosa. Los ciegos de este centro modelo se llaman a sí mismos «invidentes», para liberarse -mediante el uso de esta palabra culta- de la carga de connotaciones que lleva consigo, como un fardo, la palabra «ciego». Ellos carecen de vista, pero no son unos «ciegos» -entre comillas-; es decir, su personalidad no responde a la figura tradicional del «ciego», como tipo social.

Pero no sólo quieren superar los condicionamientos que vienen del pasado, sino la actitud de apocamiento frente al futuro. El ciego suele ser considerado y -lo que es peor- suele considerarse a sí mismo como un ser desvalido, incapaz de enfrentarse a las tareas de la vida por sí solo. También en este aspecto los invidentes del centro se niegan a ser encasillados en la categoría de «ciegos». Han acotado un campo de juego, y en él se esfuerzan por moverse con normalidad, con la libertad creadora que muestra el común de los seres humanos.

No así Ignacio, que vive obsesionado por la desgracia de carecer del sentido de la vista. Pondera en su imaginación las excelencias de la luz, del tipo de apertura vital que significa el ver, y no se resigna a vivir desplazado de este reino de felicidad.

Se entreveran aquí colisionalmente dos actitudes extremistas ante un mismo fenómeno: la carencia de la vista. Los residentes veteranos, y de modo singular don Pablo, Miguel y Carlos, consideran que son como los demás hombres: fuertes, seguros de sí mismos, capaces de ocupar cualquier puesto en la sociedad. Al pensar así, exageran y plantean mal el problema. Es una ilusión vana estimar que poseen las mismas posibilidades de acción que los hombres dotados del sentido de la vista. Un ciego de nacimiento ni siquiera puede hacerse una idea exacta de las virtualidades que tal sentido concede al hombre. Constituye, sin embargo, una intuición válida por su parte adivinar que tal carencia no anula en ellos totalmente la capacidad creativa. Cuando el padre de Ignacio, dentro de la perspectiva tradicional, muestra compasión por los ciegos y exclama: «Todos estos chicos ¡pobrecillos! son ciegos. ¡No ven nada!», don Pablo se apresura a decirle:

«En cambio oyen y se orientan mejor que usted. (Los estudiantes asienten con rumores). Por otra parte -agrega irónicamente-, no crea que es muy adecuado calificarlos de pobrecillos...» (25).

En efecto, el hombre tiene un poder singular para desarrollar de modo insospechado las facultades que posee cuando se ve limitado en algún aspecto. Es incluso posible que una persona carente de potencias al parecer indispensables para el despliegue de la personalidad -como es la facultad de ver- alcance una madurez de espíritu muy superior a la de quienes disfrutan de todos sus sentidos. El caso de Helen Keller, sordomuda ciega, es sobradamente expresivo y aleccionador.

La otra actitud extremista, no equilibrada, es la que muestra Ignacio. Se obstina en lamentar la desgracia que supone su alejamiento de la luz, y no toma en consideración las posibilidades creadoras de todo orden que le ofrecen los demás sentidos, que posee en grado normal. Como de la actividad creadora brota el gozo, se niega a entrar en «la región de la alegría» -en frase de Juana-, y califica de absurda, falta de sentido y realismo, la felicidad que muestran don Pablo y sus aventajados y sumisos discípulos.

«Alegremente es la palabra de la casa. Estáis envenenados de alegría. Y no era eso lo que pensaba yo encontrar aquí. Creí que encontraría... a mis verdaderos compañeros, no a unos ilusos» (37).

Ignacio no adopta esta actitud crítica de forma espontánea, irreflexiva. Cree firmemente que constituye la verdad, la única verdad que responde a su situación real. Obviamente, está en lo justo si consideramos su ser humano desde una perspectiva objetivista, no creativa. Tiene una carencia efectiva y se ve privado de unas posibilidades extraordinariamente valiosas. Sin embargo, a la luz de una consideración lúdica, su posición es equivocada, por ser unilateral; no tiene en cuenta que una carencia, aunque sea muy dolorosa, no significa una amputación total de la potencialidad creadora. Y la personalidad humana pende de la creatividad.

Al sentirse en posesión de la verdad, Ignacio inicia una labor proselitista. Quiere que sus compañeros sean auténticos, vivan en la verdad y no en la mentira de una ilusión falsa. Como primer signo de su enfrentamiento a la pedagogía del centro, se niega a prescindir del bastón. El bastón es para los ciegos un punto de unión con el entorno, un medio de orientación, de ajuste y defensa. Eso le confiere un alto valor simbólico. Usar bastón o prescindir de él simboliza toda una actitud, actitud de desvalimiento, en un caso, y de seguridad confiada, en otro.

Ante el inconformismo e inadaptación agresiva de Ignacio, los residentes reaccionan del único modo adecuado posible: intentan convencerlo de que es viable un ajuste creador del ciego a la realidad. Para infundirle la «famosa moral de acero", propia del centro, don Pablo considera que los compañeros deben ofrecer a Ignacio la posibilidad de «una camaradería verdadera, que le alegre el corazón» (33). En la misma línea, Juana propone como solución para Ignacio buscarle una novia (34). Las relaciones amorosas -cuando son auténticas- constituyen una forma elevada de creatividad. Pero el ser humano, si ha de ser creador, debe «romper sus murallas interiores» (33), como sugiere agudamente don Pablo. Esta ruptura no va a ser posible en el caso de Ignacio, que tiene ya tomadas sus posiciones y se niega a operar el cambio de mentalidad que exige la actividad creadora. Ignacio se mueve en nivel objetivista y, cuando en el segundo acto se interna en el ámbito amoroso, lo hace con espíritu posesivo y competitivo. Esta violenta actitud reduccionista provocará la tragedia final.

Unos y otros le invitan constantemente a iniciar una vida creadora, pero Ignacio responde ariscamente desde su obsesiva preocupación por el defecto físico que lo aqueja. Una y otra vez actúa de modo reduccionista, y plantea el problema en un nivel inferior al que sería justo, que es el creativo. Por eso, a la posible alegría que llevaría consigo la creatividad opone Ignacio abruptamente el sufrimiento de la ceguera, que a su juicio no puede sino llevar a la desesperación (38). Juana, dulce y bienintencionada, se siente impotente ante este joven de temple granítico, que parece extrañamente inquieto. Le ruega que no abandone la residencia. Ignacio accede y confiesa, desgarrado, su convencimiento de que ello acarreará la escisión del centro, el desmoronamiento de todos los ámbitos que se habían pacientemente fundado entre sus paredes acogedoras.

«Hacéis mal negocio. Porque vosotros sois demasiado pacíficos, demasiado insinceros, demasiado fríos. Pero yo estoy ardiendo por dentro; ardiendo con un fuego terrible, que no me deja vivir y que puede haceros arder a todos... Ardiendo en esto que los videntes llaman oscuridad, y que es horrorosa..., porque no sabemos lo que es. Yo os voy a traer guerra, y no paz». «La guerra que me consume os consumirá» (39).

Decir la verdad al precio que sea es el propósito y la meta de los «filósofos de la sospecha», los «desenmascaradores» que presumen estar en posesión de la verdad auténtica más allá de falsas ilusiones seculares. Proclamar la verdad es un deber, indudablemente, pero, cuando se presiente que tal proclamación causará graves conmociones, se impone pensar si este efecto destructivo no vendrá determinado por la unilateralidad de nuestro modo de ver lo real. La realidad es muy compleja, y la verdad, consiguientemente, es polifónica; presenta diversas vertientes que deben ser integradas. Se cuenta que, al llegar por primera vez a Nueva York para exponer su pensamiento, Freud le susurró al oído a un amigo que había acudido a esperarlo: «Les traigo la peste». Una doctrina novedosa puede actuar sobre el público como una peste o bien como una vacuna. Esta provoca una reacción saludable, e inmuniza. Aquélla, la peste, causa estragos irreparables. La historia de la filosofía moderna y contemporánea muestra diferentes ejemplos de pensadores que se presentaron como heraldos de la verdad pura y simple frente a los dogmatismos anteriores, pero se mostraron impermeables a los aspectos de la realidad destacados con todo acierto por los pensadores impugnados, y se convirtieron en portavoces intransigentes del dogmatismo de la duda y el escepticismo.

La actitud de rebeldía, cuando se apoya en medias verdades, tiene un poder temible de sugestión. Las palabras ardientes de Ignacio provocaron en Juana y en los demás residentes una conmoción espiritual tan honda que alteró todas sus actitudes y relaciones. Este efecto contundente queda plasmado de forma sensible en la indecisión de Juana, que, al final del acto primero, no sabe si ir hacia Ignacio o hacia Carlos. Este -siempre tan confiado y seguro- aparece ahora indeciso, solo, adelantando los brazos para palpar el aire (40).

El trastrueque de ámbitos y actitudes

En el acto segundo, la «moral de acero» de los residentes ha cedido el puesto a una actitud de duda y de lucha. Los ciegos sienten una especie de fascinación hacia la figura dramática de Ignacio y empiezan a preferir el dolor de la verdad al consuelo de la ilusión falaz. Han perdido la confianza que tenían en sí mismos, tanto en sus actividades cotidianas como en lo más hondo de sus conciencias. Saben que son ciegos y sienten la angustia de estar privados de las posibilidades insospechadas que implica el ver. Esta atención insistente a su menesterosidad crea un clima de tensión, que se manifiesta en la depresión moral del director y en el enfriamiento de las relaciones entre Juana y Carlos, Elisa y Miguel.

Entre los residentes empieza a cundir la opinión de que hubiera sido preferible que Ignacio hubiese abandonado el centro. Juana siente cierto pesar por haberlo retenido, pero intenta redimirlo de la desesperación mediante el encuentro y la bondad. Carlos es el único que toma la actitud belicosa de Ignacio como un reto, y lo acepta con agresividad no disimulada.

«Carlos: Ignacio nos ha demostrado que la cordialidad y dulzura son inútiles con él. Es agrio y despegado... ¡Está enfermo! Responde a la amistad con maldad.

Juana: Está intranquilo; carece de paz interior...

Carlos: No tiene paz ni la quiere. (pausa breve). ¡Tendrá guerra!

Juana: (Agitada). ¿Guerra?

Carlos: ¿Qué te pasa?

Juana: Has pronunciado una palabra... tan odiosa... ¿No es mejor siempre la dulzura?

Carlos: No conoces a Ignacio. En el fondo es cobarde; hay que combatirle. ¡Quién nos iba a decir cuando vino que, lejos de animarle, nos desuniría a nosotros! Porque perdemos posiciones, Juana. Posee una fuerza para el contagio con la que no contábamos» (43).

Realizar una actividad disolvente no es difícil cuando se opera sobre una situación menesterosa o incluso dramática, como es la de los ciegos. De ahí la misteriosa fuerza magnética que parece irradiar Ignacio sobre sus compañeros, que poco a poco se van impregnando, sin querer, de su espíritu atormentado y pesimista, amargamente crítico. Sus conversaciones se polarizan ahora en torno al hecho de la ceguera, y cada uno proyecta sobre esta circunstancia común su propio modo de ser. Así, por ejemplo, Miguel se entretiene en elaborar argumentaciones falaces para provocar la hilaridad de los demás y quitar importancia a las inquietantes manifestaciones que acaba de hacer Ignacio sobre la ceguera.

«Ignacio: Es abominable que la mayoría de las personas, sin valer más que nosotros, gocen, sin mérito alguno, de un poder misterioso que emana de sus ojos y con el que pueden abrazarnos y clavarnos el cuerpo sin que podamos evitarlo. Se nos ha negado ese poder de aprehensión de las cosas a distancia, y estamos por debajo, ¡sin motivo!, de los que viven ahí fuera.

Andrés: Acaso tengas razón... Yo también he pensado mucho en estas cosas. Y creo que en la ceguera no sólo carecemos de un poder a distancia, sino de un placer también. Un placer maravilloso, seguramente. ¿Cómo supones tú que será?» (46).

A estas consideraciones amargas, Miguel opone la fuerza de un razonamiento jocoso:

«(...) Nada de eso importa, porque a mí se me ha ocurrido hoy una idea genial (...): Nosotros no vemos. Bien. ¿Concebimos la vista? No. Luego la vista es inconcebible. Luego los videntes no ven tampoco (...). ¿Verdad que es gracioso?» (47).

Ignacio, sonriente, le responde:

«Sí. Tú has sabido ocultar entre risas, como siempre, lo irreparable de tu desgracia» (47).

Elisa no comparte la alegría de Miguel, su novio, del que se halla ahora distanciada por culpa de Ignacio. Su manifestación de odio hacia éste choca con la dulzura y el afán de comprensión que muestra Juana. Esta, poco después, se verá arrastrada por Ignacio a iniciar una relación de intimidad amorosa que ella no acaba de atreverse a fundar. Ignacio, para conseguir la aceptación de Juana, no duda en malquistar a ésta con su novio, Carlos, al que injuria y juzga infundadamente.

La nostalgia dramática de la visión

El tercer acto comienza mostrándonos el estado de desmoronamiento espiritual en que ha caído el centro. Sobre el telón de fondo de la tristeza y el abatimiento de todos los residentes, destaca la decisión con que Carlos intenta enfrentarse a Ignacio, que una vez y otra ha rehuido ajustarse a la orientación creadora que él le sugería (48-53). Intenta convencer a Ignacio de que abandone el centro por bien de todos. Ignacio, sin embargo, no cede y trata de incrementar en Carlos el sentimiento de pena por no ver. Con palabras exaltadas, canta un himno a la belleza del universo.

«Me duele como una mutilación propia vuestra ceguera; ¡me duele, a mí, por todos vosotros! (con arrebato). ¡Escucha! ¿No te has dado cuenta al pasar por la terraza de que la noche estaba seca y fría? ¿No sabes lo que eso significa? No lo sabes, claro. Pues eso quiere decir que ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y que los videntes gozan de la maravilla de su presencia. Esos mundos lejanísimos están ahí (...) tras los cristales, al alcance de nuestra vista... ¡si la tuviéramos! (breve pausa). Pues yo las añoro, quisiera contemplarlas; siento gravitar su dulce luz sobre mi rostro ¡y me parece que casi las veo! » (68-69).

Carlos se muestra despechado respecto a Ignacio. Se niega a reconocer que le causa algún tipo de sufrimiento y que siente inquietud ante sus incitaciones a la desesperación. Cuando Ignacio se exalta elogiando el don de la vista y la alegría de la luz, le acusa de tener «instinto de muerte» y querer amenguar en ellos el ansia de vivir su vida, la parcela de existencia, dura y amargada, que les ha sido concedido vivir.

«Todos luchábamos por la vida aquí... hasta que tú viniste. ¡Márchate!» (71).

Carlos se enfrenta a Ignacio por una noble razón ideológica: la defensa de la pedagogía del centro y la paz de los residentes. Pero este motivo se cruza con otro de interés personal: el amor perdido de Juana. Así lo declara duramente Ignacio:

«Buen abogado de la vida eres. No me sorprende. La vida te rebosa. Hablas así y quieres que me vaya por una razón bien vital: ¡Juana!» (71).

En verdad, Carlos lucha tanto por una idea como por una mujer. Pero lo mismo Ignacio. Buero Vallejo anota:

«Es constante humana mezclar de forma inseparable la lucha por los ideales con la lucha por nuestros egoísmos; a veces sólo luchamos por éstos cuando decimos o creemos combatir por aquellos».3

Carlos e Ignacio se disputan la posesión de Juana. El afán de poseer es violento y fuente de violencia, de tenacidad en la lucha, de fiereza implacable en las actitudes. En la discusión respecto a Juana, Ignacio insulta gravemente a Carlos. Tras llamarle hipócrita y declarar que miente, agrega:

«Ya entonces no era totalmente tuya, y tú lo presentías. Pues bien: ¡Quiero a Juana! Es cierto. Tampoco yo estoy desprovisto de razones vitales. ¡Y por ella no me voy! Como por ella quieres tú que me marche. (Pausa breve). Te daré una alegría momentánea: Juana no es aún totalmente mía» (72).

Las cartas están ahora boca arriba. Con ello, el clímax dramático se agudiza y la catástrofe se hará inevitable al abrirse un abismo de incomprensión entre Carlos e Ignacio, que se acaba de convertir para aquél en el obstáculo por excelencia.

«Te marcharás de aquí sea como sea, advierte Carlos fríamente» (72).

Roto el débil lazo que los unía, no tiene sentido que Ignacio invite a Carlos a acompañarle al campo.

«¡No, no quiero acompañarte! Nunca te acompañaré a tu infierno. ¡Que lo hagan otros!» (73).

Carlos se entrega al vértigo del resentimiento y provoca la muerte de Ignacio. Al faltar el polo que tensionaba el ambiente, todo parece volver a la situación primera de normalidad. Incluso se reinstauran de nuevo los ámbitos de relación amorosa entre Elisa y Miguel, Juana y Carlos. Los residentes sienten una sensación de alivio al no verse instados a mantener por más tiempo una tesitura espiritual tan alta. Podría pensarse que Carlos, al fin, se proclamaba vencedor. En nivel objetivista, había desplazado definitivamente a su contrincante y tenía el camino expedito para el logro de sus fines. Pero, en el nivel del juego humano más hondo, los límites entre el éxito y el fracaso, la vida y la muerte, dominar y ser dominado son más difíciles de trazar. Doña Pepita lo presiente cuando le indica serenamente a Carlos:

 

«Y usted no quiere amistad, ni paz. No quiere paz ahora. Porque cree haber vencido, y eso le basta. Pero usted no ha vencido, Carlos; acuérdese de lo que le digo... usted no ha vencido» (85).

Carlos, tras descubrir con un gesto brusco el rostro del cadáver de Ignacio, se acerca al ventanal «como atraído por una fuerza extraña», y se queda inmóvil a la luz de las estrellas. Con voz vibrante de emoción murmura:

«... Y ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y los videntes gozan de su presencia maravillosa. Esos mundos lejanísimos están ahí tras los cristales (...) al alcance de nuestra vista... ¡si la tuviéramos...!» (86).

Carlos utiliza las misma frases de Ignacio para expresar un común anhelo de visión y de luz. Obviamente, ha sido vencido por el espíritu de Ignacio, y queda lanzado a una inquieta búsqueda de la verdad, más allá de todo sereno conformismo.

2 . Cf. En la ardiente oscuridad, Magisterio Español 1967, p. 25. Citaré por esta edición, en el texto.

3. Cf.Comentario, Madrid 1961, p. 9.

 

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