Buero
Vallejo aborda en esta obra una cuestión básica
de la vida del hombre: las diversas actitudes que cabe adoptar
frente a un estado de menesterosidad. Toda carencia provoca
en el ser humano una disminución de posibilidades. Cuando
se trata de un defecto físico, la naturaleza moviliza
recursos de compensación que permiten al hombre desarrollar
de modo especial otras vertientes de su ser y otorgar a su personalidad
cierto equilibrio. En el caso de carencias espirituales, puede
darse el fenómeno del embotamiento, de la pérdida
de sensibilidad para aquello que no se posee. La entrega al
vértigo suele provocar la ceguera para los valores,
pues la luz que permite conocer y estimar lo valioso brota en
los procesos de éxtasis.
El
fenómeno de la ceguera que plasma Buero Vallejo en esta
obra significa la falta de visión física que nos
impide disfrutar del milagro de la luz y el color y captar la
existencia de los fenómenos vinculados esencialmente
con ambos: por ejemplo, la belleza de una noche estrellada.
Carlos
representa la actitud juiciosa del hombre que sabe adaptarse
a sus posibilidades creadoras y no convierte una limitación
en tragedia. Ignacio es imagen de quien presta atención
a sus carencias y valora en su justa medida la grandeza de todo
aquello a lo que debe renunciar. Esta actitud, que en principio
ostenta un aspecto positivo, provoca consecuencias sumamente
negativas, porque no descubre las muchas posibilidades que se
le ofrecen. Ignacio muestra gran sensibilidad para valorar el
don de la luz, pero, al exaltar lo que éste significa,
no trae a sus compañeros la posibilidad de la luz. Sólo
les ofrece la angustia que produce el carecer de un bien supremo
que otros poseen. La angustia es una forma de vértigo
espiritual producido por el vacío que supone una
gran pérdida.
Frente
a la obsesiva preocupación de Ignacio por una carencia
que significa para él un bloqueo absoluto de la personalidad,
Carlos subraya una y otra vez la trama de posibilidades reales
que tienen los ciegos para edificar una vida con sentido y cierta
plenitud. La carencia de un don sólo puede ser debidamente
valorada por quienes, habiéndolo conocido, se han visto
privados de él. Los que nunca lo han disfrutado y han
orientado su vida por rutas creadoras distintas no experimentan
el desgarramiento de la pérdida de forma tan intensa.
Ignacio, por el contrario, procura hacer tan viva en los ciegos
la experiencia del ver que la imposibilidad de realizarla suponga
una fuente inagotable de sufrimiento. Para él, el dolor
forma parte ineludible del vivir en oscuridad. «No tenéis
derecho a vivir -les dice a sus compañeros- porque
os negáis a sufrir».
El
dramatismo de la obra En la ardiente oscuridad
no procede del hecho físico de la ceguera, que -por penoso
que sea- carece en sí de valor estético. Arranca,
más bien, del entrecruzamiento conflictivo de dos actitudes
frente a la falta de vista: la actitud creativa dentro de un
abanico de posibilidades reales (Carlos), y la actitud nostálgica
y rebelde de quien no se resigna a carecer de una posibilidad
extraordinariamente valiosa (Ignacio). El choque de ambas posiciones
produce ambigüedad y dramatismo, y nos insta a clarificar
aspectos relevantes de la vida humana. En verdad -como escribe
el autor al frente de la obra-, «toda problemática encierra
enorme dramatismo, si se sabe ver con ojos penetrantes. Cualquier
forma de limitación humana, de disminución de
la dignidad y la libertad humanas, merece subir a la escena
y resulta siempre actual».
El
proceso dramático se inicia al enfrentarse dos "ámbitos"
de vida: por una parte, el ámbito de la seguridad, la
autoconfianza y autoestima, la alegría de vivir, el afán
de superación; por otra, el ámbito de la depresión,
el pesimismo, la convicción de que una carencia física
grave anula toda posibilidad creadora y bloquea el impulso vital.
Si la obra se redujera a un choque de caracteres y personas,
no afectaría a todo tipo de espectadores en lo más
hondo; no se elevaría, por tanto, al plano de lo "clásico";
quedaría reducida a la expresión de un "argumento"
circunstancial. Al presentar el conflicto de dos actitudes diversas
ante un problema vital que, de una forma u otra, puede afectarnos
a todos, nos adentra en nuestra propia historia y nos ayuda
a descubrir su sentido cabal. Este descubrimiento constituye
el "tema" profundo de la obra.
Una
vez realizado el análisis de la obra, el intérprete
debe responder a la apelación que le hace a colaborar
con ella, para sacarle el mayor partido posible en orden a la
formación humana. Sabemos que las obras literarias no
tienen por cometido presentar un argumento y extraer de él
una moraleja. Presentan una situación compleja, sugestiva,
y la ofrecen como una fuente de luz para clarificar el enigma
de la existencia humana.
Al
bajarse definitivamente el telón de esta obra, el espectador
se plantea sin duda dos preguntas concatenadas: «¿Quién
de los dos protagonistas enfrentados tiene razón? ¿Quién
de ellos yerra?». La respuesta es clara: Los dos. Ambos destacan
un aspecto de la verdad. En ambas posturas hay una parte de
falsedad. Lo que encierran de verdad los afirma en su posición.
Lo que tienen de falso los enfrenta entre sí. Aquí
radica su gran error: enfrentarse, en vez de colaborar
en la búsqueda de la verdad plena, la que los hubiera
llevado a la alegría sin vanas ilusiones. Colaborar con
el que se nos opone es la quintaesencia de la tolerancia,
actitud que no se reduce a conceder al otro la posibilidad de
hablar; implica un rasgo positivo: aceptar y estimar su posible
capacidad de encontrar la verdad; pensar que su opinión
puede ayudarnos a descubrir una vertiente de la verdad que tal
vez nos pasó inadvertida.
Con
esa actitud de tolerancia hubieran podido Carlos e Ignacio advertir
que una grave carencia como la ceguera implica una pérdida
considerable de posibilidades de todo orden, pero no aleja totalmente
de la realidad a quien la sufre. A través de cualquier
sentido podemos acceder a la realidad, y, una vez en contacto
con ella, llevar una vida creativa muy valiosa. La pequeña
Hellen Keller no veía, ni oía, ni hablaba. Se
hallaba en un pozo de incomunicación. A través
del tacto, su profesora, Ana Sullivan, le hizo descubrir el
lenguaje, y, a través del lenguaje, la realidad. Este
descubrimiento fue el inicio de una asombrosa vida creativa:
Hellen Keller cultivó la estética, escribió
libros sobresalientes, dio conferencias muy instructivas...
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